viernes, 15 de junio de 2012

La muerte de Virginia, Leonard Woolf




La entrada de ayer en mi diario solo contiene una frase estúpida: “Leonard Woolf es, definitivamente, mi hombre”. Alguna tarea irrelevante interrumpió la recién iniciada tarea y así quedó esta frase frívola como único comentario sobre un autor que ha supuesto un valioso descubrimiento literario para mí. Al ir a reparar este error, realmente no sé qué decir. Leonard Woolf (La muerte de Virginia) me lo ha dicho todo sobre el amor, sobre el trabajo, sobre el sentido práctico y los ideales, sobre la Historia y la superación de la misma, sobre la civilización y la barbarie, sobre la pasión intelectual y los cantos de sirena.

Leonard Woolf describe, a los 88 años, lo que supuso en su vida la muerte de su esposa, Virginia Woolf, con una hondura y una conciencia tan descarnada de su dolor, tan carente de sentimentalismo, que su andadura posterior, los 28 años que median entre el fallecimiento de Virginia y el suyo propio, se levanta como un monumento a la dignidad del hombre y a su enorme capacidad de ser de forma humana.

Todo esto dejará de ser una retahila de tópicos si se leen estas páginas escritas por este anciano, venerable en el sentido más ciceroniano del término, por un lado, y rabiosamente joven, infinitamente más progresista que gran parte (por no abusar del superlativo) de los políticos e intelectuales de hoy.

Político e intelectual. Y editor. El desempeño de estas sus tres ocupaciones aparece descrito a través de episodios concretos. Como funcionario del Imperio Británico en Ceilán, antes de la Primera Guerra Mundial, desarrolla dos de las facetas de su personalidad que van a marcar sus actividades hasta el fin de sus días: su visión para la organización y la gestión de los negocios, y su faceta de animal político. La primera le llevará a fundar, junto con Virginia, Hogarth Press, la editorial que mimará y cuya inicial naturaleza mantendrá intacta hasta su muerte. La segunda le empujará a desempeñar numerosas y, desde el punto de vista histórico, importantes funciones en el Partido Laborista británico y en la política europea antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial (una de las cuales será su labor para establecer y afianzar la Liga de Naciones en los años de la marea fascista; por favor, lean con detenimiento sus reflexiones al respecto).

Su quehacer editorial al frente de Hogarth Press constituye, en mi opinión, la historia de la realización de un sueño. Los cimientos de este sueño y todos y cada uno de los pasos dados para hacerlo realidad no tienen nada de quimérico ni de prometeico. Están asentados sobre el más sólido de los suelos. Leonard y Virginia Woolf leyeron y escribieron cuanto quisieron, se rodearon de todos aquellos con quienes juzgaron que merecía la pena asociarse y trabajar, trabajaron duro y soportaron los reveses de la Historia (que no fueron pocos en aquella época), comieron, bebieron y mantuvieron largas e interesantes conversaciones. Nunca fueron ajenos al mundo que les rodeaba y siempre cultivaron su individualidad artística, política y personal. Se comprometieron y dejaron constancia pública de sus pensamientos y sus actos. Desde el siglo XXI, desde la crisis, desde la desilusión que me invade al asomarme al mundo, rindo homenaje a esta extraordinaria pareja.

Pero me he ido por las ramas. Quería decir que la andadura editorial de Woolf pasa por dos momentos significativos, que son las dos rupturas con el editor John Lehmann. La última y definitiva confirma el carácter esencial de su resistencia a los cantos de sirena. El bebé nacido en 1917 de la pasión intelectual no habría de sucumbir a los focos en la edad madura. Y así, concluyo (y es una de las razones por las que ayer tontamente escribí “Leonard Woolf es mi hombre”) que, corran los tiempos que corran, solo hace falta un sentido común excepcional, una aguda sensibilidad, una actitud fervorosa hacia el trabajo –no hacia el puesto de trabajo-, una despejada conciencia de la limitación humana y mucha, mucha clemencia (concepto semítico que podríamos asociar a, no sustituir por, la tolerancia) para hacer realidad un sueño que merezca la pena. Solo eso.

Finalmente, hay dos ideas más de Woolf que han quedado, aunque desdibujadas, adheridas a las resbaladizas paredes de mi memoria. La primera, al igual que la segunda, no es nada original. Al leer esta verdad evidente reconocí al instante algo que siempre había sabido. Del mismo modo sé que a muchos les ocurrirá lo mismo, y que no pocos exclamarán desdeñosos “¡pues vaya, ahora nos van a descubrir la pólvora!”. Quizá entre estos estos últimos algunos cargarán aún con más desdén la acusación de idealistas, dirigida a aquellos que abrimos la boca con admiración ante la sencillez y la verdad de tal pensamiento referente a los hombres prácticos y los idealistas. Léase, que, desde el comienzo de la Historia, -y parafraseo a Woolf-, han sido los hombres prácticos y no los idealistas quienes, con sus políticas, han producido la interminable serie de desastres y el catálogo de miserias que llamamos Historia de la Humanidad. Esta idea aparece sembrada con ejemplos de los más funestos actores que interpretaron las distintas farsas históricas del siglo XX, pero podríamos extender estos ejemplos a otros del ámbito profesional y personal de cada uno de nosotros. Este es mi sentir al menos. Por ello no me resisto a unirme en esta reivindicación del idealismo al hombre que –lean sus memorias- no perdió pie ni siquiera en los momentos en que cualquier hombre práctico lo habría probablemente perdido: al ver su casa destrozada por las bombas nazis, al reconocer a su compañera de toda una vida sepultada en el lecho del Ouse tras una crisis de locura o al contemplar el desmoronamiento de la civilización europea en derredor.

Me da cierto pudor apropiarme de la segunda idea. Baste con rebajar los términos de un brillante intelectual de raíz victoriana a los de alguien meramente curioso. Trataré de explicarla. En su apasionada declaración de amor a la civilización y de guerra a la barbarie, Woolf recuerda los principios judíos inculcados por su padre: justicia, clemencia y piedad. Los años y la educación suman a los dos primeros (el tercero se perdió por el camino) los de la libertad y la belleza, de cuño griego. Así, ética y estética se funden en el amor a la civilización, y los procesos históricos que dignifican al ser humano se convierten en arte, y por lo tanto suscitan la más pura emoción en el individuo.

No he hecho más que reproducir algunos de los retazos del pensamiento de un gran ensayista. ¿Para qué?, me pregunto. No lo sé, quizá no sea más que un ejercicio; en cualquier caso, me ayuda a atrapar esas semillas que resbalan y se perderían en los desagües de la memoria si no lo hiciera. Como recomendación, leer a Leonard Woolf, y las austeras palabras que Virginia le dirige en una breve nota antes de suicidarse.


jueves, 14 de junio de 2012

Calle Katalin

¿Qué me ha gustado –“gustar” es una tonta forma de designar el reconocimiento, la identificación con un libro o su acogida- de Calle Katalin? Me decidí a leerlo por tres razones que, si me atuviera al peso que tuvieron en la elección, no sabría ordenar: su autora es (era) húngara, me lo recomendó un amigo del que me fío y los acontecimientos que relata transcurren en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Si pretendiera parecer racional diría que la segunda pesó más, pero no lo diré. Así es que fui a la biblioteca y lo tomé prestado, por supuesto absolutamente bien pre-dispuesta. Y entonces me encontré con esos personajes extravíados que saltan de la infancia a la vejez –prematura- sin darse cuenta, despedidos hacia lo desconocido por el impacto de la Historia y engullidos por su vertiginoso devenir.

Bálint, el único chico, qué casualidad, me resulta tan atractivo como ese otro infortunado Bálint de Los días contados de Miklos Banffy. El chico que lleva desde su nacimiento el germen del éxito. Lo tiene todo a su favor y su futuro se presenta radiante. Un golpe del destino resquebraja su uniforme y emerge alguien indefenso, sensible, inestable, frío y despiadado con sus antiguos deudos. Avanza entonces de forma autómata, sin mirar dónde pisa, a tumba abierta. Este personaje atrae a todos los demás personajes de la novela y también al lector.

Irén, aburre en su perfección y provoca una enorme piedad porque esa perfección no le sirve para nada, no comprende nada. Atraída por Bálint como por un imán, va pisando como él a quienes rozan a su paso la trayectoria de esa atracción. El comportamiento impecable no es incompatible con la envidia y la traición. Todo es igual de humano. Uno siente pena por Irén, tanta diligencia estéril...
Blanka es un personaje mucho más inasible para mí; se difumina en medio de una sucesión de muecas, gritos, cambios de humor, entradas y salidas. Tengo la sensación de que su figura, más que portar un identidad propia, sirve a un guión que la necesita. Por cierto, ¿cuál es esa isla en la que se confina, translúcida en esa existencia de figura de porcelana? Desde la primera página hasta la última, Blanka no me parece real.

Y Henriett. La niña muerta que visita a los vivos para chocar con su mirada esquiva. La refugiada (¿judía?). Por un lado, cumple el papel de detonante, una especie de Francisco Fernando de la ocupación de Budapest. Por otro, revienta los diques que contienen la vida en Calle Katalin y desata los sentimientos antes ocultos y desconocidos: la culpa (Irén), la ternura y la locura (Bálint).

Karski

Historia de un Estado clandestino, de Jan Karski. Relato autobiográfico de las experiencias de un miembro de la Resistencia polaca durante la ocupación alemana. Impactante. Al parecer, Polonia constituye un ejemplo único de ausencia de colaboración significativa con el pueblo invasor, hasta el punto de que los nazis tuvieron que renunciar a su inicial idea de instalar un gobierno títere, como habían hecho en otros países invadidos. Tuvieron que administrar Polonia directamente; prácticamente ningún polaco ocupó un cargo mínimamente importante en la administración, ni siquiera local. Además, la actitud del pueblo polaco puede calificarse de heróica. El orgullo, la resistencia y el patriotismo que mostró parecen no tener parangón en la historia del siglo XX.

Me ha llamado la atención, en la lectura del capítulo dedicado a los agentes de enlace de la Resistencia, la descripción del papel de las mujeres, mucho más trágico, si cabe, que el de los hombres, dentro de la situación general de miseria y terror. Al leer sobre esas mujeres, de cualquier edad y condición, que transmitían mensajes, visitaban en la clandestinidad a miembros de la organización ferozmente buscados por la Gestapo, repartían octavillas y distribuían la prensa clandestina, o la editaban directamente en prensas escondidas en los lugares más insospechados, esas mujeres que malvivían sin apenas comer y sin combustible para calentarse, y que a menudo tenían familiares a los que no podían desatender o perder de vista tan facilmente como lo hacían los hombres, y que, sin embargo, según el testimonio de Karski, llevaban a cabo su labor –peligrosa en una medida en que hoy, en mi mundo, no podemos ni imaginar- con una discreción y un sentido común que normalmente –y sigo parafraseando a Karski- superaba a los de estos, y con una retribución y un reconocimiento mucho menores, cuando leo sobre esas mujeres, digo, no puedo dejar de recordar, por contraste, al numeroso colectivo de mujeres que puebla La colmena, de Cela, novela que estoy trabajando con mis alumnos.

¿Reside únicamente en el punto de vista –el activo y heróico defensor de la libertad del pueblo polaco, por un lado, y el cáustico e ideológicamente ambiguo observador de la triste posguerra española, por otro- esta enorme, abismal diferencia entre el estatus moral del colectivo femenino en uno y otro contexto? Que conste que admiro sin reservas la obra de Cela, su maestría narrativa, su retrato impresionista de ese Madrid al que Sabina sabría atribuir los más certeros adjetivos, y que soy sensible a la innegable ternura que destilan no pocas líneas de esta tremenda novela. Sin embargo, aunque resulte pueril, no puedo dejar de preguntarme por qué las españolas, en una situación si bien en absoluto semejante a la polaca en cuanto a riesgo y amenaza constante, quizá sí en lo miserable tanto de las condiciones de vida como de los presupuestos éticos imperantes, se agarraban, como única tabla de salvación, a la denigrante prostitución y al humillante queridismo? ¿Por qué Cela no concede a las mujeres ni la más remota posibilidad de aspirar a una salida mínimamente digna de su marasmo vital? Sé que el mero planteamiento de la cuestión es simplista. Sé que de alguna manera estoy comparando lo que no ha de ser comparado: la narración de unos hechos históricos con el retrato impresionista de caracteres ficticios. No obstante, la pregunta viene a mí. ¿Existía en la Polonia de 1940 un poso o una tradición –cultural, moral o lo que fuere- que impulsaba a las personas a comportarse de manera digna y valerosa, poso o tradición que no existía en nuestro país o que había sido borrado por completo durante la Guerra Civil? ¿Estaban las polacas más emancipadas con respecto al hombre que las infelices españolas de posguerra? ¿Qué es, además de una perspectiva individual, lo que distancia tan brutalmente a Zofia Kossak, inspiradora intelectual de la Resistencia polaca, de Purita, Laurita, Victorita o incluso la menos devastada Nati Robles?

Yosik El del Mercado Viejo de Vilna, Joseph Buloff.

Principios del siglo XX en Vilna, los pogromos zaristas en su apogeo. Las vísperas de la revolución. Ese antisemitismo ruso tan ruso, de las clases altas, más histórico que racial. Los pogromos se ven venir, se “huelen”, como cuando se avecina una tormenta y se palpa en el aire. Los judíos se refugian en sus casas esperando la catástrofe. Y ésta sucede siempre de la misma manera: los caballos, los látigos, el fuego, las violaciones, el destrozo de puestos y tiendas, los cosacos borrachos... y el posterior silencio, prolongado, frío, hasta que las encogidas figuras negras, pequeñas y asustadas, empiezan a asomar sus cabezas a través de ventanas y puertas para constatar que la marea ha retrocedido y pueden salir de sus guaridas poco a poco. A sus tiendas, a sus barracas, a recoger los despojos, limpiar la sangre, recuperar lo recuperable. Y vuelta a empezar.

Yosik lo cuenta con inocencia de niño e ironía de viejo sabio –esto es posible. Ningún ingrediente falta en el relato del hijo de Barve –ni siquiera el padre que se hace millonario en América, vuelve, lo gasta todo y termina por descender de nuevo al submundo del mercado-. Josef Bulow era ante todo actor, y el tan característico histrionismo yiddish marca el comportamiento de su protagonista. De ahí las pinceladas surrealistas del relato. ¿Cómo se imagina uno que podía presenciar e interpretar los pogromos zaristas, los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial, la invasión alemana y la Revolución, un niño judío ruso, canijo y superdotado? Exactamente como lo hace Yosik. Con sagaz ironía nos cuenta cómo los siempre apaleados judíos rusos, especialmente los pobres, reciben con júbilo a los alemanes por ser una raza “higiénica y atlética” que jamás incurriría en desmanes propios de un pueblo subdesarrollado como el ruso, es decir, en el racismo. Ese jamás pronto se revelaría un sarcasmo cruel, pero esa es otra historia que un Yosik adulto no nos contó.

No encuentro la palabra que exprese lo que siento tras esta lectura. ¿Serendipity? Es lo que busco, lo que quiero saber, lo que quiero que me cuenten. La Historia narrada desde abajo, desde la mínima estatura y la imaginación desbordante. La ironía y el humor como bálsamos ancestrales.

Busqué información sobre Buloff. Solo publicó una obra, ésta. Su actividad como actor, en el Imperio Ruso, la URSS y EEUU se prolongó durante más de 70 años. Los mismos que compartió con su mujer, la también actriz judía lituano – polaca Luba Kadison. Me topé con una entrevista realizada por una periodista inglesa, Chloe Veltman, en la que Luba hablaba de Buloff y del teatro, la pasión que compartieron durante décadas (ella llegó a los 100 años). Al leerla me dije: Dios mío, ahí está la inteligencia, la fortuna, ahí está aquello a lo que todo hombre debe aspirar.