miércoles, 1 de agosto de 2012

Más sobre el gulag


Journey into the whirlwind (El vértigo en la traducción española, actualmente agotada) de Eugenia Ginzburg constituye un testimonio más de las purgas estalinistas y el gulag. Si el relato de Herling-Grudzinski (Un mundo aparte) puede considerarse descriptivo, e incluso objetivo en buena medida, Ginzburg nos ofrece en primera persona un documento intenso y personal de los 18 años transcurridos en cárceles y campos soviéticos, desde la primera llamada telefónica intimidatoria en diciembre de 1934, a través de los dos años largos de terror psicológico previos a su detención en febrero de 1937 y su posterior periplo por cárceles rusas, hasta recalar en Kolymá. Ginzburg fue liberada y rehabilitada tras la muerte de Stalin. Su caída en desgracia, como la de tantos soviéticos, se enmarca en la oleada de arrestos que trajo consigo el asesinato de Kirov, Secretario del Comité Central del Partido Comunista, hecho que serviría como excusa para las purgas de los años treinta.

            Ginzburg pertenecía a la intelligentsia de Kazán. Profesora universitaria, miembro del Partido Comunista y colaboradora de la prensa oficial, estaba casada con Pavel Aksionov, destacado líder del Partido en la provincia de Tartaria (y por cierto, es madre de Vasili Aksionov, autor de la inefable Saga Moscovita). Una hija mimada del régimen, en realidad, hasta el inicio del remolino. Su testimonio, como en otros casos, es un ejemplo de resistencia y superación, pero además nos habla de algunos aspectos puntuales interesantes.

            Uno de ellos es el papel de la lectura en la prisión incomunicada. No se trata de redescubrir la literatura, o a ciertos autores, sino la lectura misma, hallar un nuevo modo de absorber aquello que se lee de una manera primigenia, en una entrega total del alma, sin reservas. Ginzburg habla de la “serenidad espiritual” a la que se llega a través del sufrimiento –que actuaría como purificador-, y que le enseña una nueva forma de leer que jamás, ni antes ni después del confinamiento, pudo practicar: un leer en profundidad, hacia dentro, muy distinto de la lectura extensiva que abre la mente y amplía el conocimiento practicada en libertad.

            Asombrosa, a mi parecer, la pericia adquirida en la elaboración de un código lingüístico para comunicarse con sus compañeras a través de la pared de la celda; por medio de este sistema Ginzburg y su vecina de celda lograron comunicarse a un nivel nada desdeñable durante dos largos años, y establecer unos lazos de confianza y solidaridad extraños entre quienes no se han visto jamás. El método evidentemente no es nada nuevo; se extendió por todas las prisiones del ancho territorio soviético. En este sentido Ginzburg compara al preso en aislamiento con un Robinson Crusoe que va recorriendo en sentido inverso las etapas del desarrollo humano y redescubriendo estadíos anteriores al progreso técnico; de esta forma, las mujeres de la prisión de Yaroslavl cosían con agujas hechas con las espinas del pescado, tejían su propio cabello o escribían versos –actividad totalmente prohibida- a través de un sistema de taquigrafía casero.

            Piedra de toque de la incapacidad para empatizar con situaciones que nos son ajenas (especialmente a los observadores occidentales que no hemos vivido bajo el aura del líder todopoderoso y benefactor) es la contradicción entre la clara y dolorosa conciencia de la injusticia real –la colosal barbaridad que se lleva por delante a capas enteras de la nación y cuya responsabilidad última nadie se atreve a señalar, ni siquiera en su propia casa, como si la deformidad histórica en gestación no fuese sino un error o accidente que tan solo se pudiese lamentar-,  por un lado, y la pervivencia del culto a la personalidad, la veneración a Stalin, por otro. Es el caso de Olga Orlovskaya, vecina de celda de la autora; ejemplo de sentido común y clarividencia, no acepta ninguna conexión entre los hechos y la figura del padrecito. Aunque sabemos que la amenaza, el chantaje y el puro pánico impulsaban muchas de las manifestaciones de apoyo o adoración al líder (escritores que le dedican poemas, dirigentes que le remiten cartas de súplica desesperada) resulta llamativo constatar lo frecuentes que éstas podían llegar a ser. Ginzburg nos dice que la combinación entre el sentido de la realidad y la ceguera más absoluta era perfecta y no suponía aparentemente ninguna fisura en la personalidad de ciertos individuos.

            Tengo que confesar que el estupor que me produce lo anterior tiene un pálido reflejo en el impacto que recibí al leer el epílogo de la obra, en el que su autora, décadas después de su liberación y rehabilitación, aún en el período soviético, declara triunfalmente, con entusiasmo revolucionario, que aquella pesadilla pasó y que en la actualidad (¿años 80?) el pueblo y el partido han vuelto a las "gloriosas verdades leninistas" que los sustentan. ¿Es mi reacción un prejuicio de observadora tardía que se asoma a la Historia después de la perestroika, desde el balcón del complejo de superioridad occidental que siempre ha mirado a los ciudadanos de los países comunistas como infelices títeres del poder? Al fin y al cabo, Ginzburg, como tantos otros, nunca dejó de ser comunista, y sus ideales fueron temporalmente secuestrados y sustituídos por el engendro de la barbarie; una vez liberados y restituídos a su papel inicial, la fe en los mismos permanece intacta (en el capítulo 39 Ginzburg se pregunta, desde el presente en el que escribe, si ella o ellos –sus compañeros de viaje-, dado el caso, votarían por otro sistema diferente al soviético; tal posibilidad queda rechazada de inmediato por un inquebrantable sentimiento de pertenencia a sus orígenes y a un mundo radicalmente transformado por la Revolución y el partido que la había llevado a cabo).

            Todo esto no lo digo con ironía, muchísimo menos con paternalismo. Tan solo me admiro una vez más de la multiplicidad de visiones del mundo y de la Historia que encontramos en cuanto abrimos la puerta, de lo frágiles que son nuestros prejuicios y de la poca confianza que merecen.

            Como Herling-Grudzinski en su relato, Ginzburg hace referencia a la transformación sufrida por algunos presos, a los que la lucha por la vida en el campo convierte en seres diferentes que no parecen guardar ningún parecido, ni siquiera un recuerdo de su personalidad anterior. Habla de jóvenes de buen natural, bienintencionados y amables que se convierten en tiránicos monstruos que controlan la vida interna del campo. La explicación a este cambio se revela aquí de una forma muy simple, en una sola frase: “no podían permitirse el lujo de tenerlos [recuerdos de su vida anterior al arresto]”. Se refiere a gente “espiritualmente muerta”. Desde su punto de vista, esto era frecuente en los campos pero no en las prisiones, y mucho menos en las de aislamiento, donde el ser humano “goza” de un espacio –la soledad- para el ennoblecimiento y la catarsis (en Un mundo aparte, es el hospital el lugar que ofrece este privilegio, aunque acompañado de la humanidad de sus pobladores, menos corriente en las prisiones).

            El fin del periplo de Ginzburg es Kolymá. La secreta necesidad de esperanza que alberga todo corazón humano cristaliza, en su absurda desnudez, en el envenenado anhelo de llegar a esa tierra de promisión donde, según las historias de los presos comunes que la habían conocido antes de las grandes purgas, inagotables reservas de oro, comida, trabajo, salud y oportunidades esperaban al deportado. Kolymá aparece ante los ojos del recién llegado como un paisaje prehistórico capaz de tragarse a esos advenedizos humanos que llegan sin cesar, y sepultarlos, hasta la próxima era, en su silencio mineral. Cuando su convoy es trasladado al campo de Elgen, Ginzburg y sus compañeras no pueden concebir que algo aún más lejano pueda existir, y el terror a estar rozando los límites del mundo las sobrecoge.

            El relato termina sin precisar una fecha o una circunstancia concreta de los largos años transcurridos en el Norte, y la victoria sobre el sufrimiento que presuponemos a la supervivencia de su autora queda simbolizada en el “milagro de los arándanos”, frágiles y amargos frutos escondidos en las cepas de los árboles cuyo néctar la autora liba con fruición en sus clandestinas escapadas de la tala en los bosques helados. Así, los cuerpos deshauciados de los condenados recuperan ese hilillo que mantendrá a los más afortunados milagrosamente unidos a la vida hasta el ulterior deshielo.
Carretera de los Huesos, Kolymá