Journey
into the whirlwind (El vértigo en la traducción española, actualmente agotada) de
Eugenia Ginzburg constituye un testimonio más de las purgas estalinistas y el
gulag. Si el relato de Herling-Grudzinski (Un
mundo aparte) puede considerarse descriptivo, e incluso objetivo en buena
medida, Ginzburg nos ofrece en primera persona un documento intenso y personal
de los 18 años transcurridos en cárceles y campos soviéticos, desde la primera
llamada telefónica intimidatoria en diciembre de 1934, a través de los dos años
largos de terror psicológico previos a su detención en febrero de 1937 y su
posterior periplo por cárceles rusas, hasta recalar en Kolymá. Ginzburg fue
liberada y rehabilitada tras la muerte de Stalin. Su caída en desgracia, como
la de tantos soviéticos, se enmarca en la oleada de arrestos que trajo consigo
el asesinato de Kirov, Secretario del Comité Central del Partido Comunista,
hecho que serviría como excusa para las purgas de los años treinta.
Ginzburg
pertenecía a la intelligentsia de Kazán. Profesora universitaria, miembro del Partido
Comunista y colaboradora de la prensa oficial, estaba casada con Pavel Aksionov,
destacado líder del Partido en la provincia de Tartaria (y por cierto, es madre
de Vasili Aksionov, autor de la inefable Saga Moscovita). Una hija mimada
del régimen, en realidad, hasta el inicio del remolino. Su testimonio, como en
otros casos, es un ejemplo de resistencia y superación, pero además nos habla
de algunos aspectos puntuales interesantes.
Uno
de ellos es el papel de la lectura en la prisión incomunicada. No se trata de
redescubrir la literatura, o a ciertos autores, sino la lectura misma, hallar
un nuevo modo de absorber aquello que se lee de una manera primigenia, en una
entrega total del alma, sin reservas. Ginzburg habla de la “serenidad
espiritual” a la que se llega a través del sufrimiento –que actuaría como
purificador-, y que le enseña una nueva forma de leer que jamás, ni antes ni
después del confinamiento, pudo practicar: un leer en profundidad, hacia
dentro, muy distinto de la lectura extensiva que abre la mente y amplía el
conocimiento practicada en libertad.
Asombrosa,
a mi parecer, la pericia adquirida en la elaboración de un código lingüístico
para comunicarse con sus compañeras a través de la pared de la celda; por medio
de este sistema Ginzburg y su vecina de celda lograron comunicarse a un nivel
nada desdeñable durante dos largos años, y establecer unos lazos de confianza y
solidaridad extraños entre quienes no se han visto jamás. El método
evidentemente no es nada nuevo; se extendió por todas las prisiones del ancho
territorio soviético. En este sentido Ginzburg compara al preso en aislamiento
con un Robinson Crusoe que va recorriendo en sentido inverso las etapas del desarrollo
humano y redescubriendo estadíos anteriores al progreso técnico; de esta forma,
las mujeres de la prisión de Yaroslavl cosían con agujas hechas con las espinas
del pescado, tejían su propio cabello o escribían versos –actividad totalmente
prohibida- a través de un sistema de taquigrafía casero.
Piedra
de toque de la incapacidad para empatizar con situaciones que nos son ajenas
(especialmente a los observadores occidentales que no hemos vivido bajo el aura
del líder todopoderoso y benefactor) es la contradicción entre la clara y dolorosa
conciencia de la injusticia real –la colosal barbaridad que se lleva por
delante a capas enteras de la nación y cuya responsabilidad última nadie se
atreve a señalar, ni siquiera en su propia casa, como si la deformidad
histórica en gestación no fuese sino un error o accidente que tan solo se
pudiese lamentar-, por un lado, y la
pervivencia del culto a la personalidad, la veneración a Stalin, por otro. Es el
caso de Olga Orlovskaya, vecina de celda de la autora; ejemplo de sentido común
y clarividencia, no acepta ninguna conexión entre los hechos y la figura del
padrecito. Aunque sabemos que la amenaza, el chantaje y el puro pánico
impulsaban muchas de las manifestaciones de apoyo o adoración al líder
(escritores que le dedican poemas, dirigentes que le remiten cartas de
súplica desesperada) resulta llamativo constatar lo frecuentes que éstas podían
llegar a ser. Ginzburg nos dice que la combinación entre el sentido de la
realidad y la ceguera más absoluta era perfecta y no suponía aparentemente
ninguna fisura en la personalidad de ciertos individuos.
Tengo
que confesar que el estupor que me produce lo anterior tiene un pálido reflejo
en el impacto que recibí al leer el epílogo de la obra, en el que su autora,
décadas después de su liberación y rehabilitación, aún en el período soviético,
declara triunfalmente, con entusiasmo revolucionario, que aquella pesadilla
pasó y que en la actualidad (¿años 80?) el pueblo y el partido han vuelto a las
"gloriosas verdades leninistas" que los sustentan. ¿Es mi reacción un prejuicio de
observadora tardía que se asoma a la Historia después de la perestroika, desde
el balcón del complejo de superioridad occidental que siempre ha mirado a los
ciudadanos de los países comunistas como infelices títeres del poder? Al fin y
al cabo, Ginzburg, como tantos otros, nunca dejó de ser comunista, y sus
ideales fueron temporalmente secuestrados y sustituídos por el engendro de la
barbarie; una vez liberados y restituídos a su papel inicial, la fe en los
mismos permanece intacta (en el capítulo 39 Ginzburg se pregunta, desde el
presente en el que escribe, si ella o ellos –sus compañeros de viaje-, dado el
caso, votarían por otro sistema diferente al soviético; tal posibilidad queda
rechazada de inmediato por un inquebrantable sentimiento de pertenencia a sus
orígenes y a un mundo radicalmente transformado por la Revolución y el partido
que la había llevado a cabo).
Todo
esto no lo digo con ironía, muchísimo menos con paternalismo. Tan solo me
admiro una vez más de la multiplicidad de visiones del mundo y de la Historia
que encontramos en cuanto abrimos la puerta, de lo frágiles que son nuestros
prejuicios y de la poca confianza que merecen.
Como
Herling-Grudzinski en su relato, Ginzburg hace referencia a la transformación
sufrida por algunos presos, a los que la lucha por la vida en el campo
convierte en seres diferentes que no parecen guardar ningún parecido, ni
siquiera un recuerdo de su personalidad anterior. Habla de jóvenes de buen
natural, bienintencionados y amables que se convierten en tiránicos monstruos
que controlan la vida interna del campo. La explicación a este cambio se revela
aquí de una forma muy simple, en una sola frase: “no podían permitirse el lujo
de tenerlos [recuerdos de su vida anterior al arresto]”. Se refiere a gente
“espiritualmente muerta”. Desde su punto de vista, esto era frecuente en los
campos pero no en las prisiones, y mucho menos en las de aislamiento, donde el
ser humano “goza” de un espacio –la soledad- para el ennoblecimiento y la
catarsis (en Un mundo aparte, es el
hospital el lugar que ofrece este privilegio, aunque acompañado de la humanidad
de sus pobladores, menos corriente en las prisiones).
El
fin del periplo de Ginzburg es Kolymá. La secreta necesidad de esperanza que
alberga todo corazón humano cristaliza, en su absurda desnudez, en el
envenenado anhelo de llegar a esa tierra de promisión donde, según las
historias de los presos comunes que la habían conocido antes de las grandes
purgas, inagotables reservas de oro, comida, trabajo, salud y oportunidades
esperaban al deportado. Kolymá aparece ante los ojos del recién llegado como un
paisaje prehistórico capaz de tragarse a esos advenedizos humanos que llegan
sin cesar, y sepultarlos, hasta la próxima era, en su silencio mineral. Cuando
su convoy es trasladado al campo de Elgen, Ginzburg y sus compañeras no pueden
concebir que algo aún más lejano pueda existir, y el terror a estar rozando los
límites del mundo las sobrecoge.
El
relato termina sin precisar una fecha o una circunstancia concreta de los
largos años transcurridos en el Norte, y la victoria sobre el sufrimiento que
presuponemos a la supervivencia de su autora queda simbolizada en el “milagro
de los arándanos”, frágiles y amargos frutos escondidos en las cepas de los
árboles cuyo néctar la autora liba con fruición en sus clandestinas escapadas de la
tala en los bosques helados. Así, los cuerpos deshauciados de los condenados
recuperan ese hilillo que mantendrá a los más afortunados milagrosamente unidos
a la vida hasta el ulterior deshielo.