
Bajo este título se recopilan siete relatos sobre judíos de la Polonia ocupada. Cada uno representa un tipo, un carisma, una historia, con el denominador común de que a todos alcanza el mazo del invasor. El lenguaje es sencillo, modesto y valiente, nacido de la indignación ingenua de la víctima que se solidariza con todo un pueblo, del que en ocasiones ha vivido alejado pero que ahora siente suyo e irrenunciable. La religión lo es todo para algunos (Reb Aaron Moneses, la viuda Rive), nada para otros (el doctor Zemelmann, la señora Zayets, Flora, el nieto de Reb Aaron), pero todos ellos se ven arrastrados a reconocer en el judaísmo el sello de su destino, y ello no provoca rechazo sino un abrazo incondicional del mismo como madre y origen de su casta.
Siempre me hace pensar, ese purismo absoluto en la devota observancia de la tradición, esa inextinguible fuerza que irradia de un inacabable espíritu de sacrificio y que acata un número absurdo e imposible de leyes y preceptos, ese judaísmo ciego de los personajes de Der Níster, Aleijem, Singer, Morgenstern y tantos otros, que reconocemos en las figurillas volátiles de Chagall, ese judaísmo que convive física y espiritualmente –en las mismas ciudades, hogares, familias e incluso cabezas-, con el espíritu crítico más universal y cosmopolita de este, aquel siglo XX mío.
Marc Chagall, Viejo con barba blanca |
Jamás he tenido una tradición que respetar, al menos consciente y profundamente –no hablo de la convención que acepto por pura comodidad o inercia. Sin embargo, jamás despreciaré a quien sostiene y es sostenido a la vez, incluso en su camino al cadalso, por una identidad cultural o religiosa. ¿Fanatismo? Nada más alejado y extraño. Hablo de esa humildad, de esa serenidad y esa convicción que el individualismo, el positivismo y muchos otros hijos de la postmodernidad nos han quitado. Hablo de una sencillez que no es estúpida, que asimila el antagonismo –político, social e intelectual- con naturalidad siempre que se respete su identidad, y que lucha o muere sin abandonarla cuando no se respeta. Creemos que porque somos agnósticos, cultivados y no participamos de una moral concreta tenemos la llave del desarrollo y la tolerancia, del multiculturalismo y el entendimiento entre los pueblos.
Al igual que una verdadera tradición tampoco sé lo que es una identidad nacional. Sé cuál o cuáles son mis lenguas, cuáles mis costumbres y las de mis padres, cuáles los paisajes de mi infancia y mi vida entera, pero creo no mentir ni adoptar una pose cuando digo que no me siento de ningún lado y que me reconozco atraída por mundos y personajes lejanos en la geografía, en la lengua y la cultura (¿o no tanto?). Pero no sé por qué la sencillez de los relatos de Der Níster me ha desviado hacia mis propios derroteros, alguna suerte de identificación o de rastro perdido podría buscarse en ello.
A diferencia de la compleja historia que narra su novela principal, La familia Mashber, los episodios que nos ocupan constituyen instantáneas tomadas en 1942, 1943, 1944 o 1945, en cuyo centro se retratan figuras que parecen sacadas de un libro de etnografía o un volumen de cuentos tradicionales. Los trazos de su caracterización son firmes y nítidos. Algunos son verdaderamente trágicos, como Heshl Ánsheles, el joven sabio que heredó de su madre suicida una extraña fragilidad, la cual, quebrada por la humillación infligida por un embrutecido oficial nazi, aboca en locura cuando su refugio de estudio y devoción es profanado y su equilibrio espiritual se rompe; estupefacto –en el sentido etimológico, con la boca literalmente abierta- y mudo, arranca de un mordisco el dedo del oficial. O el “conocido” del narrador, viejo enamorado de capa y sombrero de ala estrecha, cuyo nombre nunca menciona, quien se arroja desde una ventana junto con los restos en llamas de su gran obra sobre el cosmos. Pocos sobreviven –Flora, paradigma de la resistencia, podría haber continuado la biografía de Anna Frank donde ésta la dejó, preservando con ella la sagrada memoria de su padre.
Pinjas Kahanovich |
Todos ellos responden a personajes conocidos por Der Níster, pobladores de esa infortunada franja de la geografía europea emparedada y sepultada en la fosa que cavaron al unísono e inundaron de sangre dos poderes absolutos. El destino hizo que Pinjas Kahanovich, verdadero nombre del autor, quien denuncia con ira bíblica las atrocidades nazis, muriera en un campo de concentración soviético a consecuencia de la tortura y las condiciones de su encarcelamiento. Como en las fosas de Katyn, los verdugos se confunden. Unos comenzaron la faena, otros continuaron, a buen seguro de común acuerdo. En aquella merienda caníbal pereció el pequeño mundo de los shtetls que sembró esta gran literatura yiddish.