domingo, 20 de diciembre de 2015

Hermanos de sangre, Ernst Haffner




Sin restar un ápice de importancia a Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin, la novela Hermanos de sangre, de Ernst Haffner constituye un documento de la historia europea de entreguerras que sorprende enormemente tanto por el tema en sí como por su tratamiento.

Como otras ciudades alemanas –y europeas-, pero de forma muy significativa, Berlín es una ciudad literalmente infestada, en los años de la República de Weimar, de huérfanos sin hogar, sin familia, sin papeles, sin oficio y sin pan que llevarse a la boca. Las cuadrillas de golfillos abarrotan los tugurios de los bajos fondos de la ciudad, se escapan de los inhóspitos y carcelarios correccionales de menores prusianos, engrosan las colas en los locales de beneficencia, a la espera de una sopa caliente para calentar sus estómagos vacíos, se prostituyen en las calles y hoteles de las zonas ricas, y no tan ricas, roban carteras a diestro y siniestro, incluso a los cientos de desempleadas que, con su bolsa de red, regatean en los mercados. No tienen escrúpulos, ni piedad cuando llega el caso, viven, no al día, sino al momento, siempre alerta para salir corriendo y dispersarse cuando la cosa se pone fea. Cuentan con sus puntos de encuentro, normalmente antros infames en los que cualquier vicio es rutina y la delincuencia presenta su más variada gama; pero también comedores sociales, sótanos olvidados de viejos teatros o gélidas cabañas en esa zona gris del Berlín depauperado y asolado por la inflación y el desempleo. Los “hermanos de sangre” se protegen unos a otros, porque la red que tejen entre sí es el único marco de referencia que poseen. En un mundo que no puede ser más hostil, estas bandas de desheredados viven por instinto, reaccionan como animales en la cacería despiadada que es la sociedad europea de entreguerras. Y, pese a todo, Willi, Ludwig, Konrad, Fred... son absolutamente humanos, personajes individuales, distintos cada uno de ellos, buenos y malos, cobardes y héroes, duros hasta lo indecible y frágiles como niños –que son-.

Lo fascinante de esta novela es el estilo de Haffner, su prosa rápida, directa, tan vívida que parece que su autor se encuentra entre los chicos de la calle, siguiendo sus movimientos y dando cuenta de ellos de forma escueta, sin juzgar, sin compadecer –o quizá sí, ya que es ternura lo que se desprende de ese respeto pudoroso por lo observado- , sin dar explicaciones, y sobre todo, sin pontificar ni moralizar, de un modo que al lector le resulta conmovedor.

 El libro de Haffner fue quemado por los nazis; su rastro se perdió, junto con el de su autor, hasta un reciente redescubrimiento. Nunca más se supo de este periodista y activista social que vivió en Berlín en los años anteriores al ascenso de Hitler al poder. Sus editores trataron de encontrarlo sin éxito. El libro, publicado en 1932 con el título Juventud en la carretera a Berlín, constituye una página de inmenso valor en la historia no oficial de la República de Weimar. La lucha por sobrevivir y por ganarse la vida honradamente difícilmente pudo ser más infructuosa que en el contexto descrito. Uno se pregunta, y las respuestas son infinitas, qué papel desempeñarían estos miles de Jonnys y Walters en el escenario que se preparaba.

martes, 1 de diciembre de 2015

Judas, Amos Oz



En esta novela Amos Oz trata de cuestionar la figura del traidor, darle la vuelta al cromo plano sobre el que se han proyectado los escupitajos de odio de la comunidad bien pensante desde que el mundo, al menos el de nuestra civilización, es mundo -o casi-.

La historia, o leyenda, de Judas Iscariote se entrecruza aquí con la de Shaltiel Abravanel, personaje de ficción que representa la oposición a Ben Gurion, a la creación del estado de Israel y a la existencia de los estados en general. El sefardí, íntimo colaborador en sus inicios del líder sionista y Primer Ministro israelí, lucha sin descanso por la convivencia de los pueblos sin estados y sin fronteras. Su postura de conciliación y amistad con árabes, antes y después de la creación de Eretz Israel, lo catapulta al olvido y al silencio por parte de la comunidad sionista de Jerusalén y del país entero. Se refugia en su vieja casa de fríos muros de piedra con ese consuegro inválido y verboso que ha perdido la esperanza de vivir tras la salvaje muerte de su fuerte y joven hijo. Esta muerte parece materializar, de repente y para siempre, las negras profecías de Abravanel acerca de las consecuencias de los acontecimientos de 1948. Los dos ancianos enmudecen; solo Shmuel Ash, visitante circunstancial de la casa del silencio, tratará de sacar a Gershom Wald de su mutismo, y a su hija Atalia de su misteriosa y trágica insensibilidad.

Pero es Judas quien da título al libro. Judas el de Cariot, el más rico y más culto de entre los discípulos de Jesús, el que, desde el punto de vista de Oz, más fervientemente (o quizá el único que lo hizo) creyó en el carácter mesiánico de Jesús de Nazaret, y por ello lo arrastró a la muerte en Jerusalén, cuando la fe del nazareno en su propia misión ya flaqueaba por el miedo, el miedo simple, primario y humano. Judas esperó próximo a la cruz a que se produjera el milagro, y ante las palabras últimas y desesperadas del maestro, el grito de reproche al Padre por haberlo abandonado, comprendió el alcance de lo que había hecho. Judas se colgó de una higuera, dice la leyenda, y se convirtió, por los siglos de los siglos, en el traidor de la humanidad entera, y, por una inmediata asociación metonímica, en la representación universal y execrable del judío. ¿Hay alguien en el mundo entero que se llame Judas?


Oz, quien siendo niño en tiempos del Mandato sufrió el rechazo de sus compañeros por haberse hecho amigo de un oficial británico con quien intercambiaba palabras hebreas por palabras en inglés (Una pantera en el sótano, 1995), conoce el sabor del estigma de la traición, y concluye que quizá consideremos traidor a todo aquel que, guiado por su fe o su curiosidad, camina hacia adelante incluso cuando los demás ya no lo hacen; aquel que se atreve a adentrarse en lo desconocido por razones que nadie se molesta en comprender, porque la comunidad necesita señalar y estigmatizar al que no es como ellos.

Shaltiel Abravanel murió en el ostracismo, mudo desde años atrás; Judas se colgó de una higuera y pasó a encarnar los males del mundo; Amos Oz, como tantos otros profetas en su tierra, luchó hasta el día de su muerte por que la "traición" -en el sentido etimológico de "traditio", la entrega o transmisión, el paso de un ¿bando? (ahí la contaminación semántica del término, el paso de la "tradición" a la "traición"), o mejor de un pueblo a otro- sea la única salida a un conflicto que muchos quieren hacer irresoluble.

Traición, transgresión, traspaso, cambio, mezcla, fusión... una larga cadena asociativa de términos que nos lleven a la paz.