Sin restar un ápice de importancia a Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin, la novela Hermanos de sangre, de Ernst Haffner constituye un documento de la historia europea de entreguerras que sorprende enormemente
tanto por el tema en sí como por su tratamiento.
Como otras ciudades alemanas –y europeas-,
pero de forma muy significativa, Berlín es una ciudad literalmente infestada,
en los años de la República de Weimar, de huérfanos sin hogar, sin familia, sin
papeles, sin oficio y sin pan que llevarse a la boca. Las cuadrillas de golfillos
abarrotan los tugurios de los bajos fondos de la ciudad, se escapan de los
inhóspitos y carcelarios correccionales de menores prusianos, engrosan las
colas en los locales de beneficencia, a la espera de una sopa caliente para
calentar sus estómagos vacíos, se prostituyen en las calles y hoteles de las
zonas ricas, y no tan ricas, roban carteras a diestro y siniestro, incluso a
los cientos de desempleadas que, con su bolsa de red, regatean en los mercados.
No tienen escrúpulos, ni piedad cuando llega el caso, viven, no al día, sino al
momento, siempre alerta para salir corriendo y dispersarse cuando la cosa se
pone fea. Cuentan con sus puntos de encuentro, normalmente antros infames en
los que cualquier vicio es rutina y la delincuencia presenta su más variada
gama; pero también comedores sociales, sótanos olvidados de viejos teatros o
gélidas cabañas en esa zona gris del Berlín depauperado y asolado por la
inflación y el desempleo. Los “hermanos de sangre” se protegen unos a otros,
porque la red que tejen entre sí es el único marco de referencia que poseen. En
un mundo que no puede ser más hostil, estas bandas de desheredados viven por
instinto, reaccionan como animales en la cacería despiadada que es la sociedad
europea de entreguerras. Y, pese a todo, Willi, Ludwig, Konrad, Fred... son
absolutamente humanos, personajes individuales, distintos cada uno de ellos,
buenos y malos, cobardes y héroes, duros hasta lo indecible y frágiles como
niños –que son-.
Lo fascinante de esta novela es el estilo de
Haffner, su prosa rápida, directa, tan vívida que parece que su autor se
encuentra entre los chicos de la calle, siguiendo sus movimientos y dando
cuenta de ellos de forma escueta, sin juzgar, sin compadecer –o quizá sí, ya
que es ternura lo que se desprende de ese respeto pudoroso por lo observado- ,
sin dar explicaciones, y sobre todo, sin pontificar ni moralizar, de un modo
que al lector le resulta conmovedor.
El libro de Haffner fue quemado por los nazis; su rastro se perdió, junto con el de su autor, hasta un reciente redescubrimiento. Nunca más se supo de este periodista y activista social que vivió en Berlín en los años anteriores al ascenso de Hitler al poder. Sus editores trataron de encontrarlo sin éxito. El libro, publicado en 1932 con el título Juventud en la carretera a Berlín, constituye una página de inmenso valor en la historia no oficial de la República de Weimar. La lucha por sobrevivir y por ganarse la vida honradamente difícilmente pudo ser más infructuosa que en el contexto descrito. Uno se pregunta, y las respuestas son infinitas, qué papel desempeñarían estos miles de Jonnys y Walters en el escenario que se preparaba.