domingo, 10 de diciembre de 2023

Grunewald en Oriente, Thomas Sparr

 


Grunewald fue la zona residencial más popular y glamourosa de Berlín, desde la época imperial hasta el advenimiento del nacionalsocialismo. Escritores, actores, músicos, comerciantes, banqueros, editores, políticos y científicos se daban cita en esta elegante área boscosa al oeste de la ciudad. Se discutía, se creaba, se planificaba, se celebraba y se disfrutaba de una vida afortunada que, parecía, nunca dejaría de crecer y enriquecerse a sí misma. La historia, las condiciones económicas y sociopolíticas y la amalgama de las innumerables tradiciones que, a lo largo de los últimos siglos y al calor de la Ilustración (o la Haskalá judía) habían enraizado en Alemania, hicieron de este privilegiado enclave un faro intelectual en Europa.

Muchos, muchísimos, eran judíos asimilados, cultos, políglotas, mundanos, brillantes. Habían recorrido las universidades europeas y asistido a los cursos, seminarios y conferencias de las mentes pensantes del continente. No tenían inconveniente en cambiar de ciudad o país si un nuevo proyecto lo requería o si seguían la estela de un poeta o filósofo; la lengua no era un obstáculo; como se había adquirido una se adquiría otra, y siempre estaban los grandes maestros de la literatura como guías.

En esta constelación de la cultura Berlín ejercía una fuerza centrípeta. Todas las corrientes de pensamiento, agrupaciones políticas y nacionales, sectas pseudorreligiosas, movimientos sociales, publicaciones del más variado signo, estilos de vida más y menos convencionales, gentes de todo pelaje, tenían cabida y un lugar de reunión en esta abigarrada y excitante urbe.

El sionismo anidó con especial arraigo en ella y la historia hizo el resto del trabajo. La emigración a Palestina era una realidad sobre todo desde que, tras la Declaración Balfour en 1917, los británicos prometieran la creación de un Hogar Nacional Judío. Los últimos años de la República de Weimar aceleraron el proceso, que se disparó a partir del ascenso de Hitler al poder en enero de 1933. Pero no es un resumen inexacto más de la historia de Palestina y el estado de Israel lo que Thomas Sparr quiere hacer aquí, sino un esbozo de uno, entre tantos, de los mundos perdidos en el siglo pasado, y un homenaje a un barrio de Jerusalén y sus ilustres habitantes, ya hoy desaparecidos. Se trata de Rehavia, la Llanura de Dios.

Rehavia es, por tanto, Grunewald en Oriente. Un arquitecto alemán, Richard Kauffmann, había llegado a Jerusalén en los años 20 del siglo pasado con el encargo de urbanizar la ciudad al estilo de las nuevas ciudades-jardín europeas para la causa sionista; los planos muestran calles ordenadas, jalonadas por setos, edificios diáfanos y funcionales al estilo Bauhaus, casas con jardín delantero y trasero, en fin, una atmósfera más alemana que oriental. Kauffmann contó con la inestimable y entusiasta colaboración de una joven arquitecta berlinesa y judía: Lotte Cohn, la cual dedicó sus días y sacrificó su vida privada a la construcción de Rehavia.

El nuevo barrio comenzó a poblarse con los intelectuales que el nazismo escupía de Europa.  Martin Buber, filósofo y escritor nacido en Viena en 1878, y Gershom Scholem, filólogo e historiador nacido en Berlín en 1897, máximo especialista en el estudio de la cábala, se establecieron en Jerusalén y fueron elementos clave en la constitución del núcleo en torno al cual se tejió la red de la emigración judeo-europea a Palestina y se urdió una vida intelectual que, trasplantada al Medio Oriente y ya totalmente condicionada por los acontecimientos europeos y por los que estaban transformando de forma violenta la situación en el hogar de adopción, no perdió sin embargo vitalidad e incluso se sofisticó de forma original y única a lo largo de las décadas de existencia de la Grunewald oriental.

No es necesario reproducir la lista de las personalidades que vivieron, trabajaron o simplemente visitaron Rehavia -hay que leer el libro. Sus vidas, a cada cual más fascinante, nos hablan de esa vitalidad, a veces extravagante, de un grupo que, arrastrado por la Historia y equipado por una conjunción sorprendente e irrepetible de dotes artísticas e intelectuales, creció de forma exuberante en tierra extraña (por mucho sionismo que enarbolaran), y cuyo legado se recoge en bibliotecas e institutos pero es ignorado por los actuales habitantes de Jerusalén, que ya no hablan alemán ni sienten vínculo alguno con aquellos extraños iluminados. El autor comienza su relato describiendo su estupor cuando, paseando en los años 80 por las calles de Rehavia, se topa con montones de volúmenes, bibliotecas enteras, de autores alemanes apilados en las basuras. Un mundo desaparecido, olvidado, reducido a los arcanos de la erudición.

La historia de Rehavia nos interpela, implacable. Si la huella de aquellos, los que transformaron e iluminaron, los que lo dieron todo, se borra sin que nos demos cuenta, ¿qué sentido tiene el endeble paso de nuestras vidas subrogadas, acomodadas al infecundo bienestar? No es una pregunta edificante, pero nos advierte sobre la dimensión de nuestra existencia, y según cómo tratemos de responderla, quizá nos ayude a seguir buscando.

 

 

domingo, 7 de mayo de 2023

Oficio, Sergei Dovlatov

 Oficio, Dovlátov


Sergei Dovlátov, escritor ruso-soviético emigrado a Estados Unidos, donde falleció en 1990 a la edad de 49 años, nació de padre judío y madre armenia en una evacuación en la Gran Guerra Patria, se formó y trabajó como periodista en Leningrado y Tallin, además de ejercer durante un periodo de tres años como guardia de reformatorio en la república rusa de Komi. En 1978, expulsado de la Unión de Periodistas Soviéticos, emigra a Nueva York. Hasta entonces, y así fue hasta los años 90, sus obras no se habían publicado en la URSS; se divulgaron, como la mayor parte de la literatura soviética de calidad de la época, en forma de samizdat.  El germen de Oficio cruzó la frontera oculto en un microfilm que una “heróica francesa” logró sacar del país.

En un ejercicio de sinceridad, humildad y honestidad que solo un intelectual puro puede realizar -al menos en lo que a la literatura se refiere-, Dovlátov nos da cuenta, en un estilo conciso, fresco, fragmentado y tremendamente irónico, de sus dificultades para publicar y ejercer su profesión en su patria, y más tarde en los Estados Unidos, al tiempo que se ríe de todo y de todos, empezando por sí mismo. Su sarcasmo, sin embargo, no roza ni de lejos el cinismo. Al contrario, suscita una inmediata complicidad en aquel lector que indaga en lo que ha podido ser la verdad de los acontecimientos históricos derivados, por poner un principio, de la constitución de la URSS, y en otros aspectos transversales y universales como pueden ser la naturaleza del exilio, la condición de refugiado y el enorme abanico de tipos humanos -con sus motivaciones, sus roles, sus aspiraciones- que se esconden bajo esta etiqueta. Suscita complicidad y podríamos decir que también ternura, porque este lector, como digo, se encuentra de cara con un tipo que ha sufrido el trágico destino de muchos (hablamos aquí de los emigrados rusos en sus diferentes fases de incorporación a la sociedad americana), y tiene la honradez de intentar abrirse camino en su nueva “patria” siendo fiel a sí mismo al margen de los imperativos que marca el anticomunismo oficial de la colonia ruso-americana, lo que pone en peligro su supervivencia tanto física (hambre) como profesional (negativa a reciclarse en taxista, por utilizar su propio ejemplo), pero tiene también la lucidez suficiente para detectar pronto las grietas de ese nuevo sistema político que, como tantos disidentes, habían creído infalible. Esta lucidez le lleva asimismo a observar y diseccionar sin compasión el comportamiento de sus congéneres, los emigrados rusos en Nueva York, a los que no se siente ligado de forma especial (afirma que incomprensiblemente se siente más cerca de un periodista americano con el que apenas puede comunicarse por su desconocimiento del inglés que de cualquiera de sus compatriotas), y, no obstante, la compasión está, la compasión de Dovlatov abarca a todos ellos en el momento en que desmitifica los supuestos principios ideológicos que les han empujado a la disidencia y deja desnudas a las personas, desnudas con sus miserias, las mismas en la Unión Soviética que en Queens o Brooklyn, al descubierto. Él es uno de ellos, solo en eso. Por eso nos suscita ternura.

Pero no encuentro forma ni sentido a interpretar sus palabras. Solo puedo reproducirlas.

Cuando Dovlátov llega a Nueva York, el monopolio de la prensa ruso-americana pertenece a la publicación Palabra y Obra; sus páginas alimentan la necesidad de autoafirmación de casi la totalidad de los arrojados al maremágnum capitalista por la tiranía soviética. Bogoliúbov, su director, como pequeño gran zar de los desorientados, dicta y pontifica; todos los males de los rusos provienen del KGB (hasta el frío, se burla Dovlátov), todo aquel que perjudica, material o moralmente, a un refugiado ruso, es un agente del KGB. Desde esta óptica, el periódico independiente que el escritor y otros tres compatriotas tratan penosa, penosísimamente, de sacar adelante, es en un principio ignorado y ninguneado (lo cual significa desde una ausencia total de colaboración o ayuda del fuerte al débil, hasta taimadas maniobras para desacreditar indirectamente a todo aquel que tome parte en la publicación), y, a partir de un momento dado, atacado frontalmente en un editorial. Es la respuesta a este editorial lo que quiero reproducir aquí. Es una carta extensa; pueden preguntarse qué necesidad hay de transcribir tantas páginas de un libro que se reseña para que sea leído. Solo puedo responder que su contenido me parece ejemplar -en el sentido literal del término, porque ejemplifica una postura de libertad e independencia que considero necesaria en todas las épocas y coyunturas posibles-, que solo unos pocos tienen la valentía de mantener (¿o quizá no tan pocos?) pero que en cualquier caso merece la pena recordar, por si se contagia. Y de espíritu de diálogo.

 

Carta abierta al director de Palabra y Obra

 

¡Estimado Señor Bogoliúbov!

He leído su artículo “¿Hasta cuándo?”. Considero que abre una nueva etapa en su actividad periodística y que, por lo tanto, merece que se le preste atención.

La nota está escrita en una lengua absolutamente extraña en usted. Arrogante y agresiva. Sembrada incluso de palabrejas de la jerga policiaco-carcelaria. Vertujái, carcelero, por ejemplo, como se digna usted denominarme cariñosamente. Como partidario de la lengua literaria viva y desenvuelta, todo esto me conmueve. Ingenuamente, quizá.

Haré caso omiso a sus tentativas de humillarnos a mí, a mis amigos y a nuestro semanario. Me niego a rebatir los burdos infundios, las fanáticas supercherías y comidillas que cita usted.

No me siento aludido por los insultos que me dedica. Estoy acostumbrado a eso. Me acostumbraron en mi propio país, donde faltarle a uno al respeto es la norma. Donde tras el trato cortés, se intuye la trampa. Donde la dulzura de corazón se considera idiocia.

¡Qué no habré sido yo en esta vida! Stiliaga y caradura judío. Agente del sionismo y hampón fascistoide. Degenerado moral y saboteador político. Más aún: siendo hijo de judío y armenia, la prensa me tachó repetidamente de “nacionalista estonio” (¡!)

De resultas, salí fortalecido, y hace mucho que no exijo de nadie un trato ceremonioso. Algo semejante puedo decir de nuestro periódico. No somos crisantemos. Se nos puede desarraigar de cuando en cuando para tener la certeza de que estamos creciendo bien. Creo incluso que nos sería de provecho.

Resumiendo, por su edad, o por su condición de maestro, si lo prefiere, se ha ganado usted el derecho a no ser condescendiente… No es el tono de sus declaraciones lo que me ofende. No me interesa el tono, sino la sustancia.

¿Y qué podrá ser, me pregunto, lo que ha sacado de quicio a este señor maduro, culto e inteligente, de manera tan repentina? ¿Qué le habrá hecho romper su voto de silencio? ¿Qué le habrá inducido a blasfemar y patalear, utilizando incluso jerga carcelaria? ¿Por qué le molestamos tanto, señor Bogoliúbov?

Puedo contestar esa preguntar. Le molestamos por el solo hecho d existir.

Hasta el año 70, imperaba en la emigración un orden relativamente estable. Se habían aplacado porfías y discusiones. Los cargos y títulos estaban repartidos. Los laureles pendían de los cuellos eméritos.

Luego llegó la tarde ola de la emigración.

Como en toda comunidad humana, somos de muy diversa índole.

Entre nosotros hay pecadores y beatos. Lumbreras de la matemática y contrabandistas heroicas. Violinistas y drogadictos. Disidentes y antiguos empleados del aparato del Partido. Antiguos presos y antiguos fiscales. Judíos, ortodoxos, musulmanes y budistas zen.

Tenemos, al mismo, tiempo, mucho en común. Nuestra experiencia totalitaria. La demagogia nos hace sufrir. Somos hipersensibles a la retórica propagandística.

Los vicios también no son comunes. Cierta desorientación política y moral. Una vitalidad casi agresiva. Una falta de escrúpulos a menudo notoria.

No somos ni mejores ni peores que los viejos emigrados. Tratamos de solventar los mismos problemas. Tenemos sus mismas debilidades. Sus mismos complejos de forasteros y de novatos.

Como ellos, tenemos el alma herida por el recuerdo de nuestra horrorosa patria. Odiamos y maldecimos a sus tiranos. Recordamos a los amigos de quienes nos vemos separados.

No somos ni mejores ni peores que los viejos emigrados. Somos diferentes, simplemente.

Llegamos en los 70; nos acogieron cordialmente. Nos ayudaron a adaptarnos ya resistir. A comulgar con los valores de este país admirable. Hemos podido evitar mucho de lo que los viejos emigrados tuvieron que padecer. Y agradecemos su apoyo a todos los que nos ayudaron a evitarlo.

No solo hemos traído de Rusia cajitas lacadas de Palej. Ni collares de ámbar y coral o cazadoras de cuero de imitación. Hemos traído nuestros diplomas y estudios. Manuscritos y partituras. Cuadros y descubrimientos.

Fundamos periódicos y revistas, estudios de televisión y saunas finlandesas. Restaurantes y orquestas sinfónicas.

Aborrecemos las baldías mesas parlantes del espiritismo ideológico. Los infantiles proyectos de reorganización de la sociedad totalitaria. Nos burlamos de las fantasías de renacimiento religioso. Hemos comprendidos algo esencial. Los líderes soviéticos no son extraterrestres. NO son alienígenas del espacio exterior. El poder soviético no es el yugo tártaro-mongol. Es algo que alienta en el interior de cada uno de nosotros. En nuestras costumbres e inclinaciones. En nuestras aficiones y antipatías. En nuestra conciencia y en nuestro espíritu. Nosotros somos el poder soviético.

Tenemos que derrotarnos a nosotros mismos. Derrotar al siervo y al cínico. Al cobarde y al ignorante. Al gazmoño y al arribista que habita dentro de nosotros.

Señala usted:

“¡Solo tenemos un enemigo!... ¡El comunismo!”

No es verdad. El comunismo no es el único enemigo. Tenemos otros enemigos aparte de la antigualla doctrinal comunista. Lo son nuestra estupidez y nuestra falta de piedad. Nuestra egolatría y nuestro fariseísmo. La intolerancia y la mentira. El afán de lucro y la venalidad…

En una ocasión le preguntaron a Iosif Brodski:

-¿En qué está usted trabajando?

El poeta contestó:

-En mí mismo…

Ataca usted a un semanario atrevido, independiente, en pleno desarrollo.

Lo acusa de diversos pecados mortales.

¿Qué le ocurre a usted? ¿A qué se debe ese trauma?

Se lo repetiré: A nuestra misma existencia.

Había un único periódico, Palabra y Obra, rector de conciencias. Árbitro de la moda y del gusto. La única tribuna. El único portavoz de la opinión pública.

En ese periódico se podían leer cosas curiosas. Como que Iosif Brodski no dominaba el ruso. Que Rusia caminaba resuelta hacia el renacimiento religioso. Que, en la lucha contra los comunistas, cualquier medio era bueno. Que los libros de Adriana Deliánich, eran mejores que los de Nabókov.

Y todos asentían.

Después, surgió nuestro semanario. Y en el más antiguo periódico ruso se desató el pánico:

“¡¿Cómo se atreven?! ¡¿Quién les ha dado permiso?! ¡¿Con quién se creen que cuentan?!”. (Nosotros, se lo confieso, creíamos contar con usted precisamente).

Asegura usted, señor Bogoliúbov:

“¡Quebraréis! ¡Fracasaréis! ¡Os endeudaréis!”

No ha tenido en cuenta unas cuantas cosas. No ha tenido en cuenta la vitalidad de la tercera emigración. No ha sabido calcular el monto de nuestro entusiasmo. De nuestra disposición para el sacrificio.

El semanario existe. El monopolio ha sido quebrantado. Han surgido nuevos puntos de vista, nuevas valoraciones, nuevos ídolos. Y usted, señor Bogoliúbov, dio la voz de alarma. Se negó a insertar nuestra publicidad. Prohibió a sus colaboradores que publicaran en nuestro semanario. Intentó poner en contra nuestra a nuestros socios y clientes.

Ahora, astutamente, se declara usted víctima de persecución política. Y nos tacha de patriotas soviéticos y de funcionarios del KGB.

Es una estratagema. No hemos sometido su periódico a crítica ideológica alguna. Es demasiado amorfo para eso. Hemos criticado su falta de profesionalidad. Su lenguaje torpe y pretencioso. Su anticuado diseño. Su melosa inocuidad. La atmósfera insulsa de sus evocaciones históricas.

Reconocemos los méritos de su periódico. Reconocemos también sus méritos personales, señor Bogoliúbov. No obstante, nos reservamos el derecho a criticar los fallos de su periódico. Y a exigir de su administración un comportamiento profesional honesto, respetuoso con las leyes federales.

Ha titulado su artículo “¿Hasta cuándo?”. Por todo el artículo se hallan diseminadas unas cuantas enigmáticas alusiones. Se hace mención de misteriosas instancias. De siniestras fuerzas anónimas. De ciertos indefinidos organismos e instituciones.

En casa se solía utilizar un peyorativo omnicomprensivo: imperialistas.

Lo que se lleva aquí son los “agentes del KGB”. Todo lo malo es imputable a la Seguridad del Estado. A los manejos del camarada Andrópov.

Que se produce un incendio: culpa del KGB. Que una editorial devuelve un manuscrito: bajo presión del KGB. Que la mujer se larga: la habrá seducido Andrópov. Que llega el frío: ya se sabe de dónde viene.

El KGB es una organización siniestra, de más está decirlo. Pero nosotros también solemos obrar de cualquier manera. Y Andrópov no tiene nada que ver con que seamos vagos, mentecatos e ineptos. Bastante tiene con sus propios pecados. Y nosotros con los nuestros.

¿Para qué, pues, se abonan esas fantasías? ¿Para qué se cuentan todas esas tonterías, las picardías y los fracasos de uno en sus manejos con los valerosos chequistas? ¡¿Para qué dárselas de preso de la Lubianka en la paradisíaca América?! Es ridículo y vergonzoso.

Aquí el KGB se halla al margen de la ley.

Ser cómplice del KGB es un delito punible por vía judicial.

Acusar gratuitamente a alguien de ser cómplice del KGB también es un delito punible. Una calumnia, para ser exactos.

Espero que se acabe con esto. Ha tratado de estrangular nuestro semanario con los métodos más variados. Nos ha privado de publicidad e intimidado a muchos de nuestros colaboradores. Ha usado usted otro recurso, la conjura de silencio. Ignoraba usted, muy ufano, El Espejo. Quería hacer ver que no existía.

Pero ahora ese complot ha quedado hecho trizas. El gran mundo ha hablado. Aunque ha hablado con voz gritona e histérica. Apelando a fórmulas confusas y retorcidas:

“El así llamado semanario…”, “Ese sospechoso periodicucho…”. O cuando se refiere a “ese señor, antiguo carcelero…”.

Sin embargo, la conjura ha quedado al descubierto. Lo que bien puede ser considerado una modesta victoria de la democracia. Y espero que el diálogo continúe. Un diálogo amistoso y franco acerca de nuestros problemas de emigrados.

¡Estamos dispuestos a dialogar! ¿Lo está usted?

Desgraciadamente, escribimos nuestra vida sin borrador previo. No es posible enmendarla, tachando líneas sueltas. Tampoco corregir erratas.

 

Respetuosamente,

Serguéi Dovlátov

 

“Un diálogo amistoso y franco acerca de nuestros problemas de emigrados”, un diálogo de nuestros problemas de seres humanos. Quizá el problema es que muchos creen siempre que no tienen problemas o que su problema son los otros -su KGB, su terrorismo islámico, sus vecinos, sus opositores-. Por lo tanto, es necesario eliminarlos. A veces esa necesidad es real y físicamente satisfecha. Qué injuria para nuestras delicadas almas democráticas -¡malvado Bogoliúbov!-. Las más de las veces, sin embargo, basta con desviar la mirada y seguir ignorando a los otros, nuestros “problemas”. Y nuestras almas permanecen puras e indemnes.

 

“… escribimos nuestra vida sin borrador previo. No es posible enmendarla…” ¿No es esta una magnífica razón para la humildad y el diálogo?

Memorias de un historiador del Holocausto, Raoul Hilberg

 Memorias de un historiador del Holocausto, Raoul Hilberg



Raul Hilberg (Viena, 2 de junio de 1926 - Williston, Vermont, 4 de agosto de 2007), autor de La destrucción de los judíos europeos, obra cumbre de investigación sobre los mecanismos burocráticos del exterminio nazi, escribió Politics of Memory: The Journey of a Holocaust Historian en 2002, 5 años antes de su muerte.

En su autobiografía, Hilberg, en un ejercicio de honestidad sin concesiones, expone con rigor, ironía y tristeza las vicisitudes del proceso de redacción de la obra que ocupó su vida entera, y de la recepción de esta a lo largo de décadas en EEUU y Europa.

El punto de partida es un breve e interesante relato de la génesis, o pregénesis, si esto puede decirse, de la idea que le marcó para siempre (explicar y describir los mecanismos burocráticos que hicieron posible a Alemania trascender la práctica ancestral de perseguir y matar judíos para llegar a un plan de exterminio absoluto y mecanizado de todos los judíos europeos). Así, Hilberg narra su impresión infantil del Anschluss en su Viena natal, la suerte que corrieron en los años 30 algunos de sus parientes cercanos, y la huida con sus padres a través de La Rochelle a Cuba y después a EEUU, adonde llega con 13 años.

Así pues, dicha idea, que germina en él en estos años de infancia, se convierte en el único motor de su vida profesional y, a la vista del precio que tuvo que pagar en lo personal, de su vida entera. Su vuelta a Europa como soldado en la Segunda Guerra Mundial, su participación en juicios contra nazis y su labor en el War Documentation Project y el United States Holocaust Memorial Council, le facilitaron el acceso a los archivos del Tercer Reich incautados por el ejército estadounidense, lo que encaminó su trabajo definitivamente. En 1955 publicó su tesis sobre el Holocausto. Más adelante y hasta su muerte, compaginará la investigación con la docencia universitaria en el campo de las Relaciones Internacionales.

La primera edición de La destrucción de los judíos europeos salió en 1961. La segunda, revisada y aumentada, en 1985. La recepción de sus investigaciones en los años 50 no fue la que esperaba. El mundo no estaba preparado; tanto Europa como América querían pasar página. Se quería olvidar sin haber sabido. Ni siquiera la comunidad judía estadounidense se mostraba interesada en ir más allá, hecho con el que chocaron las expectativas de Hilberg más que con ninguna otra cosa. En el recién nacido estado de Israel, el sionismo, empeñado en la creación de un hombre nuevo, fuerte y orgulloso, renegó del superviviente, símbolo de la debilidad y el fracaso.

A partir del juicio a Eichmann en 1961 y la publicación de los artículos de Hannah Arendt publicados en el New Yorker y recogidos después bajo el título Eichmann en Jerusalén, el interés y la polémica se avivaron. La filósofa alemana despertó las iras de la comunidad judía con sus tesis sobre la banalidad del mal y la responsabilidad de los consejos judíos en la aniquilación de su propio pueblo. Hilberg, que no estaba de acuerdo en la primera (“no hay banalidad en este mal”) sí afirma que los consejos “ayudaron” a que la maquinaria nazi llevara a cabo su plan sin obstáculos. Sin embargo, la contextualización de esta tesis se aleja de la exposición de Arendt, ya que profundiza en la praxis habitual de la comunidad judía, que desde siempre ha llevado a cabo políticas de “amoldamiento” en los diferentes países de asentamiento. Es decir, los consejos no surgieron como una herramienta alemana, aunque pasaran a serlo, sino que representaban a toda una comunidad en la que esta forma de reaccionar ante el peligro estaba profundamente arraigada.

A pesar de las diferencias, y de que jamás se trataron, las tesis de ambos se asimilaron, atribuyeron a uno las palabras y opiniones de la otra y viceversa. Las críticas les llovieron desde los mismos ángulos; les metieron en el mismo saco. Hannah Arendt siempre citó La destrucción de los judíos europeos como una fuente fundamental de sus ensayos. En su correspondencia personal con Karl Jaspers, sin embargo, no fue en absoluto benevolente con Hilberg, al que reprochaba no haberse puesto de su parte, además de tildarlo de “loco” y “necio”. En cualquier caso, desde la amarga percepción del historiador, Arendt era la estrella, la pensadora carismática, mientras que él era el humilde peón que recopilaba los datos. La ausencia de notas al pie en los artículos de Arendt, expuesta de forma directa y sin comentario alguno por Hilberg, basta como acusación.

Otro hecho que destaca en las memorias de Raul Hilberg es el éxito de la segunda edición de su obra en Europa. En Francia, por ejemplo, este éxito vino de la mano de la proyección de la película Shoah, de Claude Lanzmann. Hilberg es el único historiador que aparece en la película de 9 horas y media que constituye un testimonio desnudo del Holocausto, sin tramas adicionales, imágenes de archivo, música o cualquier otro elemento emotivo, basado únicamente en las palabras de una serie de personajes (víctimas, verdugos, testigos) que, enfocados en primer plano por la cámara de Lanzmann, responden a sus preguntas. De alguna manera, historiador y cineasta compartían el punto de vista en torno a lo que consideraban que debía ser el modo de transmisión del hecho del Holocausto. Ambos parecen concentrarse (mediante la exhaustividad analítica o la penetración sicológica a través de la mirada y la escucha) en el dato, el rostro, la palabra. Añadir, ficcionar, cuando no se conocen los hechos, es falsear, y los hechos, en este caso, son incontables, por lo que solo cabe seguir mirando, escuchando, recopilando. Puede entenderse como un supremo gesto de respeto.

La publicación, en colaboración con Stanislaw Staron y Joseph Kermisz, del Diario de Adam Czerniaków, constituyó un logro inigualable para Hilberg. El Yad Vashem (Centro Mundial de Conmemoración de la Shoah) de Israel custodiaba celosamente este documento escrito originariamente en polaco que ofrecía las claves para la comprensión del papel de los presidentes de los consejos judíos en los guetos europeos. El autor del diario, Adam Czerniaków, presidente del Judenrat del gueto de Varsovia -el más grande del continente-, se suicidó en 1942 tras ordenar el primer transporte de judíos a Treblinka para su “reubicación”. En sus páginas se revela la lucidez de quien ve venir la catástrofe y la agonía insoportable de quien carga sobre sus espaldas con la responsabilidad del más monstruoso de los crímenes: entregar a su gente a los verdugos.

Dos aspectos relacionados con Czerniaków llaman la atención de Hilberg. Por un lado, este venerable líder de la mayor comunidad judía de Europa, eficiente en sus funciones como tal y observador imparcial a la hora de describir lo que veía y vivía, tuvo que vérselas, en sus numerosos tratos y negociaciones con los alemanes, con una larga serie de insignificantes subordinados del aparato nazi y apenas nunca con figuras de relevancia. ¿Podían los dirigentes nazis manejar sin esfuerzo ni excesiva supervisión los hilos necesarios para el buen funcionamiento de los guetos porque había una excelente organización de base que lo garantizaba, a la cabeza de la cual se encontraban figuras como Adam Czerniaków?

El segundo aspecto es, simplemente, el humor. Parece que esta característica del líder del gueto no pasaba desapercibida y, desde luego, impresionó a Hilberg. Posiblemente sus bromas, tan judías por otra parte, le ayudaron a sobrevivir hasta que la cuestión de la inmediata aniquilación se hizo insoslayable. En cualquier caso, Hilberg reconoce implícitamente su identificación con Czerniaków cuando reproduce las palabras que Lanzmann le dirige tras su comentario acerca del diario y el personaje. “Eras Czerniaków”.

Raul Hilberg dedicó su vida en cuerpo y alma a la investigación de las condiciones que hicieron posible el Holocausto. ¿Algo que añadir? ¿Explicación, interpretación? Es fácil hacerlo, tan fácil como escribir guiones enmarcados en la catástrofe. ¿Es lícito? ¿Podemos ir más allá? Hilberg no pudo, desde niño, soportar la idea de que aquello que vio venir desde la ventana de su piso de Viena quedara acallado. No pudo admitir que se pasara página, que el mundo siguiera girando sin explotar. Y reaccionó entregándose a la construcción de este monumental legado.

 


miércoles, 31 de mayo de 2017

Los zelmenianos, Moyshe Kulbak



Moyshe Kulbak, poeta, novelista y dramaturgo en lengua yiddish, fue ejecutado por Stalin en 1937. Poco antes había publicado su obra maestra, Zelmenyaner, aquí editada como Los zelmenianos

Se trata de un fresco tierno, divertido y lleno de melancolía de un mundo perdido -ya perdido para 1931, años antes del Holocausto-, un microcosmos representado en un patio de la ciudad bielorrusa de Minsk. El patio de Reb Zélmele (quien lo fundó allá por el año 1860) se repetía, intuimos, en cualquier ciudad o pueblo de la Rusia judía alcanzada por el ciclón de la Revolución y el vuelco que esta supuso en las vidas y la visión del mundo de estos cientos de miles de pobres y atareados judíos supersticiosos, dedicados a mil y un oficios artesanos y anclados a costumbres y tradiciones tan ancestrales como absurdas, al igual que sus viejos cacharros.

De todo hay en el patio de los zelmenianos: los que adoptan la nueva fe soviética a pies juntillas, y junto con la barba arrojan lejos de sí cuanto constituyó el mundo de sus padres, y aquellos que, aturdidos e incrédulos, demonizan la electricidad y el trabajo en cadena de las fábricas; los “bribones” konsomolianos, como Bere e incluso el tío Folie, y los zelmenianos puros, digamos. Encontramos en el patio relojeros, carpinteros, sastres, jóvenes intelectuales y liberadas, idealistas estudiantes de filosofía, matronas orgullosas de su linaje rabínico, matrimonios mixtos, ingeniosos inventores que hacen retumbar las cochambrosas paredes con las ondas de Berlín, Varsovia y Moscú, nevadas infinitas, rencillas sempiternas, intentos de suicidio que culminan en suicidio, recipientes para kosherizar alimentos, abuelas que se olvidan de morir, devotos ancianos judíos que se emborrachan a escondidas, mermelada para curar los males y patatas para existir.


La ingenuidad del relato nos hace sonreír, las reflexiones profundas y filosóficas se vierten en frases cortas y sencillas, siempre desde el punto de vista de los personajes. Kulbak, que está fuera y lo adivinamos dentro, narra como un zelmeniano más, y la honda ironía y el cariño de un huérfano por sus seres queridos desaparecidos nos elevan a un mundo de cuento, poblado por seres que levitan, como en los cuadros de Chagall.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Hermanos de sangre, Ernst Haffner




Sin restar un ápice de importancia a Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin, la novela Hermanos de sangre, de Ernst Haffner constituye un documento de la historia europea de entreguerras que sorprende enormemente tanto por el tema en sí como por su tratamiento.

Como otras ciudades alemanas –y europeas-, pero de forma muy significativa, Berlín es una ciudad literalmente infestada, en los años de la República de Weimar, de huérfanos sin hogar, sin familia, sin papeles, sin oficio y sin pan que llevarse a la boca. Las cuadrillas de golfillos abarrotan los tugurios de los bajos fondos de la ciudad, se escapan de los inhóspitos y carcelarios correccionales de menores prusianos, engrosan las colas en los locales de beneficencia, a la espera de una sopa caliente para calentar sus estómagos vacíos, se prostituyen en las calles y hoteles de las zonas ricas, y no tan ricas, roban carteras a diestro y siniestro, incluso a los cientos de desempleadas que, con su bolsa de red, regatean en los mercados. No tienen escrúpulos, ni piedad cuando llega el caso, viven, no al día, sino al momento, siempre alerta para salir corriendo y dispersarse cuando la cosa se pone fea. Cuentan con sus puntos de encuentro, normalmente antros infames en los que cualquier vicio es rutina y la delincuencia presenta su más variada gama; pero también comedores sociales, sótanos olvidados de viejos teatros o gélidas cabañas en esa zona gris del Berlín depauperado y asolado por la inflación y el desempleo. Los “hermanos de sangre” se protegen unos a otros, porque la red que tejen entre sí es el único marco de referencia que poseen. En un mundo que no puede ser más hostil, estas bandas de desheredados viven por instinto, reaccionan como animales en la cacería despiadada que es la sociedad europea de entreguerras. Y, pese a todo, Willi, Ludwig, Konrad, Fred... son absolutamente humanos, personajes individuales, distintos cada uno de ellos, buenos y malos, cobardes y héroes, duros hasta lo indecible y frágiles como niños –que son-.

Lo fascinante de esta novela es el estilo de Haffner, su prosa rápida, directa, tan vívida que parece que su autor se encuentra entre los chicos de la calle, siguiendo sus movimientos y dando cuenta de ellos de forma escueta, sin juzgar, sin compadecer –o quizá sí, ya que es ternura lo que se desprende de ese respeto pudoroso por lo observado- , sin dar explicaciones, y sobre todo, sin pontificar ni moralizar, de un modo que al lector le resulta conmovedor.

 El libro de Haffner fue quemado por los nazis; su rastro se perdió, junto con el de su autor, hasta un reciente redescubrimiento. Nunca más se supo de este periodista y activista social que vivió en Berlín en los años anteriores al ascenso de Hitler al poder. Sus editores trataron de encontrarlo sin éxito. El libro, publicado en 1932 con el título Juventud en la carretera a Berlín, constituye una página de inmenso valor en la historia no oficial de la República de Weimar. La lucha por sobrevivir y por ganarse la vida honradamente difícilmente pudo ser más infructuosa que en el contexto descrito. Uno se pregunta, y las respuestas son infinitas, qué papel desempeñarían estos miles de Jonnys y Walters en el escenario que se preparaba.

martes, 1 de diciembre de 2015

Judas, Amos Oz



En esta novela Amos Oz trata de cuestionar la figura del traidor, darle la vuelta al cromo plano sobre el que se han proyectado los escupitajos de odio de la comunidad bien pensante desde que el mundo, al menos el de nuestra civilización, es mundo -o casi-.

La historia, o leyenda, de Judas Iscariote se entrecruza aquí con la de Shaltiel Abravanel, personaje de ficción que representa la oposición a Ben Gurion, a la creación del estado de Israel y a la existencia de los estados en general. El sefardí, íntimo colaborador en sus inicios del líder sionista y Primer Ministro israelí, lucha sin descanso por la convivencia de los pueblos sin estados y sin fronteras. Su postura de conciliación y amistad con árabes, antes y después de la creación de Eretz Israel, lo catapulta al olvido y al silencio por parte de la comunidad sionista de Jerusalén y del país entero. Se refugia en su vieja casa de fríos muros de piedra con ese consuegro inválido y verboso que ha perdido la esperanza de vivir tras la salvaje muerte de su fuerte y joven hijo. Esta muerte parece materializar, de repente y para siempre, las negras profecías de Abravanel acerca de las consecuencias de los acontecimientos de 1948. Los dos ancianos enmudecen; solo Shmuel Ash, visitante circunstancial de la casa del silencio, tratará de sacar a Gershom Wald de su mutismo, y a su hija Atalia de su misteriosa y trágica insensibilidad.

Pero es Judas quien da título al libro. Judas el de Cariot, el más rico y más culto de entre los discípulos de Jesús, el que, desde el punto de vista de Oz, más fervientemente (o quizá el único que lo hizo) creyó en el carácter mesiánico de Jesús de Nazaret, y por ello lo arrastró a la muerte en Jerusalén, cuando la fe del nazareno en su propia misión ya flaqueaba por el miedo, el miedo simple, primario y humano. Judas esperó próximo a la cruz a que se produjera el milagro, y ante las palabras últimas y desesperadas del maestro, el grito de reproche al Padre por haberlo abandonado, comprendió el alcance de lo que había hecho. Judas se colgó de una higuera, dice la leyenda, y se convirtió, por los siglos de los siglos, en el traidor de la humanidad entera, y, por una inmediata asociación metonímica, en la representación universal y execrable del judío. ¿Hay alguien en el mundo entero que se llame Judas?


Oz, quien siendo niño en tiempos del Mandato sufrió el rechazo de sus compañeros por haberse hecho amigo de un oficial británico con quien intercambiaba palabras hebreas por palabras en inglés (Una pantera en el sótano, 1995), conoce el sabor del estigma de la traición, y concluye que quizá consideremos traidor a todo aquel que, guiado por su fe o su curiosidad, camina hacia adelante incluso cuando los demás ya no lo hacen; aquel que se atreve a adentrarse en lo desconocido por razones que nadie se molesta en comprender, porque la comunidad necesita señalar y estigmatizar al que no es como ellos.

Shaltiel Abravanel murió en el ostracismo, mudo desde años atrás; Judas se colgó de una higuera y pasó a encarnar los males del mundo; Amos Oz, como tantos otros profetas en su tierra, luchó hasta el día de su muerte por que la "traición" -en el sentido etimológico de "traditio", la entrega o transmisión, el paso de un ¿bando? (ahí la contaminación semántica del término, el paso de la "tradición" a la "traición"), o mejor de un pueblo a otro- sea la única salida a un conflicto que muchos quieren hacer irresoluble.

Traición, transgresión, traspaso, cambio, mezcla, fusión... una larga cadena asociativa de términos que nos lleven a la paz.

lunes, 30 de diciembre de 2013

Manuel Chaves Nogales. La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia Roja.


            El viaje soñado, el momento añorado, la geografía de esa Europa que huye hacia Asia y se torna épica. Manuel Chaves Nogales es un periodista brillante, de pluma ágil, alma sensible, curiosidad ilimitada y limpio de prejuicios, al menos lo suficiente para que su crónica se nos revele un soplo de aire fresco que nos trae noticias, interesantísimas, de Europa en 1928, ese ring en el que se miden las fuerzas contrarias de Oriente y Occidente, el comunismo y el capitalismo, lo nuevo y lo viejo, el orden y el caos, la industria y el campo, la frivolidad y el hambre. Los reportajes que recopila esta edición fueron escritos tras su viaje por Europa en un pequeño avión por encargo del Heraldo de Madrid.

            Chaves Nogales atribuye a las ciudades y los territorios en los que se detiene (incluso a aquellos que solo vislumbra a vista de pájaro) un carácter propio y definido, en ocasiones casi antropomórfico. Les hace hablar, presentarse, no siguiendo un esquema fijo o previsible sino de forma abrupta, directa, llamando la atención del visitante, y a través de éste, del lector, sobre unos rasgos de carácter que no necesariamente responden al tópico con el que cargan estos lugares de forma inmemorial. A veces, lo confieso, la manera partidista y visceral en la que CN toma partido o desprecia una ciudad o un país desde el momento mismo en que lo menciona, me gana para su causa. Aparece la empatía. No puedo evitar el pensar que esa misma habría sido mi impresión del lugar en cuestión (puede ser que yo haya estado realmente en él o no, es irrelevante).Y entonces ya no puedo dejar de saborear el retrato entero. 


            La sociabilidad vacía de los suizos, su pulcritud, el sosiego resultante de sus “egoísmos municipales” y su neutralidad en las guerras mundiales –en definitiva, lo que define como “incapacidad espiritual” de este pueblo-, desagrada al viajero al igual que los lagos inmóviles y domésticos de su geografía.
 
            Berlín es inabarcable, inclasificable. De entrada le asalta a uno su dinamismo, la mecanización de la vida –desconocida para el español de entonces-, la modernidad de la ciudad en construcción; sin embargo, cuando se la va viviendo sorprende la diversidad de su conglomerado social, la inmoralidad de sus locales (esto de la inmoralidad visto desde un punto de vista específicamente latino, ya que las más diversas manifestaciones sexuales en Berlín, y en Alemania en general, no son incompatibles con una “castidad” innata e ingenua inimaginable en un celtíbero; “la interpretación de la moral es una cuestión de latitud”, nos dice Chaves), el prurito sensual que tras la guerra ha lanzado inconscientemente a los berlineses de la República de Weimar en pos de los placeres antaño burgueses democratizándolos, y ese antiimperialismo o antikaiserismo desenfadado, a veces histriónico, que anima las noches de los cafés y que, aunque parece contagiar a amplias capas de la sociedad berlinesa, es blandido en realidad por elementos no alemanes –judíos, eslavos, negros y demás piezas multicolores del gran puzzle austrohúngaro-.

            Checoslovaquia, la joven república de profesores, honrada y tolerante, patria de aventureros que no de emigrantes, digna en su nacionalismo necesario, modesta y culta. Su capital, Praga, ciudad vieja de tejados, callejuelas y relojes; ciudad vieja pero viva, joven y dinámica (para descartar la tentación de ver en ello una paradoja, alude Chaves a las ciudades españolas e italianas petrificadas en la Historia). La simpatía del escritor por esta discreta nación y sus gentes resulta contagiosa.
 
            La rendición ante Venecia, al final de su viaje, es incondicional. Vieja y manoseada, gastada, decrépita, enfermiza y herida de muerte, la ciudad arrebata de entrada, y cualquiera, por escéptico que se haya podido mostrar, sucumbe irremediablemente al encanto indestructible de lo que Chaves califica de “espectáculo inefable”, y que reside, más que en los canales y los palacios, en lo que denomina “el envés, la contrafigura”, los ámbitos olvidados y tristes cuajados de rumores antiguos que se multiplican tras ellos, el patio trasero e íntimo del esplendor veneciano.

            Y la gran aldea rusa. La inmensidad del campo ruso sembrado de millones de chozas miserables y salpicado aquí y allá por las cúpulas brillantes de las iglesias. La entrada de Chaves en Rusia desde el Báltico –donde el pintoresquismo de la Europa medieval pervive en sus ricos tejados y calles empedradas, que tanto sugieren el paso de un príncipe encantado como el de un amable lechero- es una especie de inmersión en la intemporalidad. La tierra, las isbas, sus habitantes y sus pequeñas iglesias parecen estar ahí desde siempre, como siempre. La idea de que la Revolución haya transformado la vida de ese inabarcable territorio es algo inconcebible; Lenin y Trotsky no pueden ser más ajenos al paisaje, gobernado por la miseria y la religión.

            El violento vuelco de la Historia, el arrasamiento ciclónico que ha supuesto la Revolución le espera al escritor en Moscú. La ciudad, representante del tradicionalismo milenario de este pueblo –recelosa de la modernidad occidentalizada de Petrogrado- muestra, más allá de sus murallas y sus monasterios, sus entrañas abiertas: el desmoronamiento, el desconchado, el hacinamiento, el hormigón que brota por doquier como una metástasis sin arte. Palacios y casas de sindicatos se confunden. En cuanto a la masa humana, se trata de un revoltijo abigarrado, multicolor, mal vestido, transplantado en diversos sentidos –social, económico, geográfico, profesional-. El antiguo burgués, convertido en proletario, pasea sus antiguas prendas de corte occidental raídas y combinadas con otras de origen exótico; muchos, avalados por la Nueva Política Económica, se atreven a lucir de nuevo los atavíos “contrarrevolucionarios” proscritos en los años del comunismo de guerra. Sin embargo nada hay más alejado de estas gentes que la frivolidad; se trata de una mezcla necesaria, esencial, la superfluidad ha sido barrida por el comunismo. La variopinta muchedumbre se mueve dirigida por una minoría uniformada que impulsa el cambio y pretende extender los nuevos ideales: industria, instrucción, deporte, higiene.
 

            El análisis que hace Chaves Nogales del comunismo soviético en los últimos años veinte resulta atractivamente fresco y veraz porque no se pierde en teorizaciones ni especulaciones, sino que se detiene en signos visibles al espectador perspicaz con una mente culturalmente bien abonada. Figuras como la del triste pope desposeído de su prestigio y entregado al vodka; el pequeño comerciante privado de consideración y derechos, vigilado y perseguido, que no obstante jamás renuncia a su instinto de lucro; el golfillo abandonado convertido en alimaña sin escrúpulos, huérfano de la contienda mundial, la revolución, la guerra civil o la hambruna; y las mujeres, las mujeres soviéticas, el verdadero fermento revolucionario. El escritor queda fascinado por la radical transformación del papel de la mujer en Rusia. Esta, desposeída de los seculares atributos de su sexo –la feminidad, las virtudes domésticas, el instinto maternal-, alcanzados los derechos civiles y la igualdad en el trabajo, se lanza con fervor al desempeño de su tarea revolucionaria y, orgullosa, desdeña, desde su penuria económica y su inmenso esfuerzo físico, a sus congéneres burguesas y sus decadentes afanes capitalistas. Pero Chaves no se engaña; este altivo orgullo es fruto de una fuerza ideológica, de una pasión política, extraña a millones de pobres infelices que o bien no han olvidado o incluso han desarrollado en plena era comunista la natural querencia por el bienestar material, antiguas creencias religiosas o modos de comportamiento propios de una sociedad patriarcal. Como la ciudad de Moscú, las mujeres son reflejo de la tensión de fuerzas con que la revolución ha sometido a Rusia.

            Rusia constituye el objetivo del viaje de Chaves y el capítulo central de su crónica. Muchos son los temas y tipos que desfilan por él: la omnipresencia de la GPU, la militarización de la sociedad, los sanatorios del Caúcaso, la sustitución de la aristocracia burguesa por la aristocracia de los técnicos, el exacerbado nacionalismo ruso, los obreros de los pozos petrolíferos de Bakú, la sovietización de las salvajes tribus caucásicas, la temible integridad de Trotsky, Kalinin y su popularidad, el inicio de la “limpieza” estalinista, la historia del catalán Ramón Casanellas... Todos fascinantes, porque están tratados, captados por un pensamiento libre y diferenciado. Un magnífico escritor periodista de oficio pasó por allí, se detuvo, observó, escuchó, tomó notas, las tejió con el valioso hilo de su castellano preciso y rico y ofreció a quien quiso apreciarlo –pocos, muy pocos durante décadas- un extraordinario reportaje dotado de lucidez y libertad de juicio. La mejor literatura hecha noticia, el talento al servicio de la información, y unos y otros, doctrinarios todos, despedazándolos y relegándolos al olvido. Menos mal que el sentido común prevalece, aunque soterrado, y aflora de vez en cuando.