sábado, 1 de septiembre de 2012

La familia Wapshot (Crónica de los Wapshot, Escándalo de los Wapshot), John Cheever





              Lejos de querer abordar un análisis estructural o pretender aportar un enfoque nuevo a la lectura de la novela, mi intención en estas líneas no es sino compartir una recepción personal e intuitiva de la misma. Intuyo la complejidad del mundo de Cheever. Evoca un paraíso perdido desmitificado al mismo tiempo mediante la ironía, y lanza a sus personajes, sus Caín y Abel de la vieja Nueva Inglaterra, al inquietante desierto de la América nuclearizada y automatizada y al lupanar de la riqueza sin raíces. Uno espera que Moses y Coverly Wapshot salven su pellejo gracias a esa impronta grabada en su genética por el pueblo costero de Saint Botolphs, la pesca, el Topaze, la granja junto al río y la fábrica de cubertería de plata. Espera que ese poso de autenticidad que suponemos constituye la Arcadia del autor mantenga a flote sus almas errantes a través de esos destinos imposibles –la Isla 93 en el Pacífico, el Castillo de Clear Heaven, la base de misiles Talifer, etc.-, pero no es así. El mundo de Sarah y Leander Wapshot, sus padres,  y de la excéntrica tía Honora, se desvanece, naufraga como el Topaze, y los hermanos Wapshot no vuelven a sus raíces sino incidentalmente; además, la experiencia de retorno toma la forma de fugaz encuentro con la muerte –el fantasma de Leander o la comida de Navidad tras el fallecimiento de la tía Honora. No hay añoranza consciente, no hay vuelta del hijo pródigo, no hay amores que redimen, no hay concesiones ni complacencia alguna. Lo que pueda haber, aunque original, de costumbrismo y humor en Crónica de los Wapshot se convierte en relato descarnado en Escándalo de los Wapshot. La búsqueda desesperada de relaciones sociales de Betsey Wapshot en Talifer nos da cuenta de la enloquecedora soledad del ama de casa americana, que se aferra a la compañía del vendedor de aspiradoras para mitigar el punzante dolor del vacío cotidiano. La obsesión por la juventud y la belleza de Melissa Wapshot la arrastran a la humillación por el desprecio de un adolescente arrogante y al alcohol. El alcohol siempre. El bourbon corre por litros en ambos libros. Es el último refugio y el pasaporte a la otra orilla de Honora Wapshot, es el veneno de Moses. Sobrevolando el destino de Coverly, la sombra desasosegante del Doctor Cameron, el lado oscuro y peligroso del poder, nos lleva al miedo a lo desconocido y a la ambivalencia de las posibilidades ilimitadas del progreso.

Los viejos Wapshot, último eslabón de esa larga y variopinta cadena de antepasados, no representan la felicidad perdida; Leander y Sarah no son un matrimonio bien avenido desde un punto de vista convencional, no tienen suerte, lo pierden todo –la granja, el barco, su dinero, en ocasiones la dignidad-  todo salvo su destino. Los vemos marchar con cierta nostalgia pero sin desgarro, intuímos una aceptación del destino y de alguna manera sentimos que han saldado cuentas con la vida –la tienda de regalos de Sarah, la fusión con el mar de Leander.

Los jóvenes Wapshot, por el contrario, nos duelen porque están perdidos, pisan a tientas un terreno minado y desconocen su relieve. Coverly, atrapado en la absurda red de la burocracia –el Kafka de los albores de la informática- a la vez que esclavo de un amor-compasión-obligación y sus exigencias domésticas, y Moses, deslumbrado por la nueva América como un niño por un gran algodón de azúcar, precipitándose desde las alturas sin paracaídas.  Desprevenidos e indefensos afrontan, o no afrontan sino que resisten cada nuevo embate, como marionetas colgadas de un hilo demasiado largo, sin que ningún resorte les impulse a volver al centro de gravedad, el viejo Saint Botolphs de sus ilustres ancestros.

Cuando leemos la historia o las historias de un mundo perdido, desaparecido, nos vamos con él al olvido petrificado, lo inmortalizamos y lo guardamos como un tesoro para la posteridad. Me ha pasado siempre con los relatos sobre las múltiples y diversos pueblos que habitaban la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial, a la caída del Imperio Austrohúngaro, sus sistemas de valores, sus costumbres, sus lenguas, su organización, su arte, sus fronteras y sus conflictos. El hilo que une el presente con aquellas historias no se ha roto, ávidamente rastreamos el pequeño continente en busca de sus huellas, las referencias desperdigadas a lo largo de siglos nos iluminan el camino y nos ayudan a mantener de alguna forma vivo nuestro album de mundos extinguidos. Pero América se me pierde. Me supera y me rebasa en las tres dimensiones, por mi desconocimiento, por su vastedad, su heterogeneidad, su velocidad, porque nos arrastra poderosamente al futuro, sea cual sea. Esta crónica del claroscuro americano (de Estados Unidos, perdón) me fascina y me repele como el propio país.

1 comentario:

  1. "Cuando leemos la historia o las historias de un mundo perdido, desaparecido, nos vamos con él al olvido petrificado, lo inmortalizamos y lo guardamos como un tesoro para la posteridad"

    ¡Qué hermoso, qué certero lo que dices...y cómo nos gusta ir!

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