lunes, 30 de diciembre de 2013

Manuel Chaves Nogales. La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia Roja.


            El viaje soñado, el momento añorado, la geografía de esa Europa que huye hacia Asia y se torna épica. Manuel Chaves Nogales es un periodista brillante, de pluma ágil, alma sensible, curiosidad ilimitada y limpio de prejuicios, al menos lo suficiente para que su crónica se nos revele un soplo de aire fresco que nos trae noticias, interesantísimas, de Europa en 1928, ese ring en el que se miden las fuerzas contrarias de Oriente y Occidente, el comunismo y el capitalismo, lo nuevo y lo viejo, el orden y el caos, la industria y el campo, la frivolidad y el hambre. Los reportajes que recopila esta edición fueron escritos tras su viaje por Europa en un pequeño avión por encargo del Heraldo de Madrid.

            Chaves Nogales atribuye a las ciudades y los territorios en los que se detiene (incluso a aquellos que solo vislumbra a vista de pájaro) un carácter propio y definido, en ocasiones casi antropomórfico. Les hace hablar, presentarse, no siguiendo un esquema fijo o previsible sino de forma abrupta, directa, llamando la atención del visitante, y a través de éste, del lector, sobre unos rasgos de carácter que no necesariamente responden al tópico con el que cargan estos lugares de forma inmemorial. A veces, lo confieso, la manera partidista y visceral en la que CN toma partido o desprecia una ciudad o un país desde el momento mismo en que lo menciona, me gana para su causa. Aparece la empatía. No puedo evitar el pensar que esa misma habría sido mi impresión del lugar en cuestión (puede ser que yo haya estado realmente en él o no, es irrelevante).Y entonces ya no puedo dejar de saborear el retrato entero. 


            La sociabilidad vacía de los suizos, su pulcritud, el sosiego resultante de sus “egoísmos municipales” y su neutralidad en las guerras mundiales –en definitiva, lo que define como “incapacidad espiritual” de este pueblo-, desagrada al viajero al igual que los lagos inmóviles y domésticos de su geografía.
 
            Berlín es inabarcable, inclasificable. De entrada le asalta a uno su dinamismo, la mecanización de la vida –desconocida para el español de entonces-, la modernidad de la ciudad en construcción; sin embargo, cuando se la va viviendo sorprende la diversidad de su conglomerado social, la inmoralidad de sus locales (esto de la inmoralidad visto desde un punto de vista específicamente latino, ya que las más diversas manifestaciones sexuales en Berlín, y en Alemania en general, no son incompatibles con una “castidad” innata e ingenua inimaginable en un celtíbero; “la interpretación de la moral es una cuestión de latitud”, nos dice Chaves), el prurito sensual que tras la guerra ha lanzado inconscientemente a los berlineses de la República de Weimar en pos de los placeres antaño burgueses democratizándolos, y ese antiimperialismo o antikaiserismo desenfadado, a veces histriónico, que anima las noches de los cafés y que, aunque parece contagiar a amplias capas de la sociedad berlinesa, es blandido en realidad por elementos no alemanes –judíos, eslavos, negros y demás piezas multicolores del gran puzzle austrohúngaro-.

            Checoslovaquia, la joven república de profesores, honrada y tolerante, patria de aventureros que no de emigrantes, digna en su nacionalismo necesario, modesta y culta. Su capital, Praga, ciudad vieja de tejados, callejuelas y relojes; ciudad vieja pero viva, joven y dinámica (para descartar la tentación de ver en ello una paradoja, alude Chaves a las ciudades españolas e italianas petrificadas en la Historia). La simpatía del escritor por esta discreta nación y sus gentes resulta contagiosa.
 
            La rendición ante Venecia, al final de su viaje, es incondicional. Vieja y manoseada, gastada, decrépita, enfermiza y herida de muerte, la ciudad arrebata de entrada, y cualquiera, por escéptico que se haya podido mostrar, sucumbe irremediablemente al encanto indestructible de lo que Chaves califica de “espectáculo inefable”, y que reside, más que en los canales y los palacios, en lo que denomina “el envés, la contrafigura”, los ámbitos olvidados y tristes cuajados de rumores antiguos que se multiplican tras ellos, el patio trasero e íntimo del esplendor veneciano.

            Y la gran aldea rusa. La inmensidad del campo ruso sembrado de millones de chozas miserables y salpicado aquí y allá por las cúpulas brillantes de las iglesias. La entrada de Chaves en Rusia desde el Báltico –donde el pintoresquismo de la Europa medieval pervive en sus ricos tejados y calles empedradas, que tanto sugieren el paso de un príncipe encantado como el de un amable lechero- es una especie de inmersión en la intemporalidad. La tierra, las isbas, sus habitantes y sus pequeñas iglesias parecen estar ahí desde siempre, como siempre. La idea de que la Revolución haya transformado la vida de ese inabarcable territorio es algo inconcebible; Lenin y Trotsky no pueden ser más ajenos al paisaje, gobernado por la miseria y la religión.

            El violento vuelco de la Historia, el arrasamiento ciclónico que ha supuesto la Revolución le espera al escritor en Moscú. La ciudad, representante del tradicionalismo milenario de este pueblo –recelosa de la modernidad occidentalizada de Petrogrado- muestra, más allá de sus murallas y sus monasterios, sus entrañas abiertas: el desmoronamiento, el desconchado, el hacinamiento, el hormigón que brota por doquier como una metástasis sin arte. Palacios y casas de sindicatos se confunden. En cuanto a la masa humana, se trata de un revoltijo abigarrado, multicolor, mal vestido, transplantado en diversos sentidos –social, económico, geográfico, profesional-. El antiguo burgués, convertido en proletario, pasea sus antiguas prendas de corte occidental raídas y combinadas con otras de origen exótico; muchos, avalados por la Nueva Política Económica, se atreven a lucir de nuevo los atavíos “contrarrevolucionarios” proscritos en los años del comunismo de guerra. Sin embargo nada hay más alejado de estas gentes que la frivolidad; se trata de una mezcla necesaria, esencial, la superfluidad ha sido barrida por el comunismo. La variopinta muchedumbre se mueve dirigida por una minoría uniformada que impulsa el cambio y pretende extender los nuevos ideales: industria, instrucción, deporte, higiene.
 

            El análisis que hace Chaves Nogales del comunismo soviético en los últimos años veinte resulta atractivamente fresco y veraz porque no se pierde en teorizaciones ni especulaciones, sino que se detiene en signos visibles al espectador perspicaz con una mente culturalmente bien abonada. Figuras como la del triste pope desposeído de su prestigio y entregado al vodka; el pequeño comerciante privado de consideración y derechos, vigilado y perseguido, que no obstante jamás renuncia a su instinto de lucro; el golfillo abandonado convertido en alimaña sin escrúpulos, huérfano de la contienda mundial, la revolución, la guerra civil o la hambruna; y las mujeres, las mujeres soviéticas, el verdadero fermento revolucionario. El escritor queda fascinado por la radical transformación del papel de la mujer en Rusia. Esta, desposeída de los seculares atributos de su sexo –la feminidad, las virtudes domésticas, el instinto maternal-, alcanzados los derechos civiles y la igualdad en el trabajo, se lanza con fervor al desempeño de su tarea revolucionaria y, orgullosa, desdeña, desde su penuria económica y su inmenso esfuerzo físico, a sus congéneres burguesas y sus decadentes afanes capitalistas. Pero Chaves no se engaña; este altivo orgullo es fruto de una fuerza ideológica, de una pasión política, extraña a millones de pobres infelices que o bien no han olvidado o incluso han desarrollado en plena era comunista la natural querencia por el bienestar material, antiguas creencias religiosas o modos de comportamiento propios de una sociedad patriarcal. Como la ciudad de Moscú, las mujeres son reflejo de la tensión de fuerzas con que la revolución ha sometido a Rusia.

            Rusia constituye el objetivo del viaje de Chaves y el capítulo central de su crónica. Muchos son los temas y tipos que desfilan por él: la omnipresencia de la GPU, la militarización de la sociedad, los sanatorios del Caúcaso, la sustitución de la aristocracia burguesa por la aristocracia de los técnicos, el exacerbado nacionalismo ruso, los obreros de los pozos petrolíferos de Bakú, la sovietización de las salvajes tribus caucásicas, la temible integridad de Trotsky, Kalinin y su popularidad, el inicio de la “limpieza” estalinista, la historia del catalán Ramón Casanellas... Todos fascinantes, porque están tratados, captados por un pensamiento libre y diferenciado. Un magnífico escritor periodista de oficio pasó por allí, se detuvo, observó, escuchó, tomó notas, las tejió con el valioso hilo de su castellano preciso y rico y ofreció a quien quiso apreciarlo –pocos, muy pocos durante décadas- un extraordinario reportaje dotado de lucidez y libertad de juicio. La mejor literatura hecha noticia, el talento al servicio de la información, y unos y otros, doctrinarios todos, despedazándolos y relegándolos al olvido. Menos mal que el sentido común prevalece, aunque soterrado, y aflora de vez en cuando.








1 comentario:

  1. Un viaje es siempre motivo de placer y expectativa para quienes nos gusta transitar mundos, pero si además, somos degustadores de "huellas de memoria", la existencia de un libro como el que reseñas, es una joya.
    Siempre he pensado que el papel del "reseñador" es abrir el apetito de tal manera, que el lector no pueda evitar correr a la primera librería que encuentre y comprar el libro.Es lo que voy a hacer yo.
    Siento la misma empatía que Chaves Nogales suscitó en ti (todavía sin leer el libro) Ese Berlín efervescente, caótico y tan humano de entre guerras...Esa Rusia de las isbas, las torres de cebolla y los popes...¡Ay, ese Moscú tan lleno de color y contraste como un cuadro de Kandisky! se me hacen posibles en este final de primavera de 2017.
    Ha sido un verdadero placer descubrir a través de tu reseña,Marta, que guiada por Sánchez Nogales, destro de nada iniciaré un delicioso viaje.
    ¡Muchas gracias!

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