El viaje soñado, el momento añorado,
la geografía de esa Europa que huye hacia Asia y se torna épica. Manuel Chaves
Nogales es un periodista brillante, de pluma ágil, alma sensible, curiosidad
ilimitada y limpio de prejuicios, al menos lo suficiente para que su crónica se
nos revele un soplo de aire fresco que nos trae noticias, interesantísimas, de
Europa en 1928, ese ring en el que se miden las fuerzas contrarias de Oriente y
Occidente, el comunismo y el capitalismo, lo nuevo y lo viejo, el orden y el
caos, la industria y el campo, la frivolidad y el hambre. Los reportajes que
recopila esta edición fueron escritos tras su viaje por Europa en un pequeño
avión por encargo del Heraldo de Madrid.
Chaves Nogales atribuye a las
ciudades y los territorios en los que se detiene (incluso a aquellos que solo
vislumbra a vista de pájaro) un carácter propio y definido, en ocasiones casi
antropomórfico. Les hace hablar, presentarse, no siguiendo un esquema fijo o
previsible sino de forma abrupta, directa, llamando la atención del visitante,
y a través de éste, del lector, sobre unos rasgos de carácter que no necesariamente
responden al tópico con el que cargan estos lugares de forma inmemorial. A
veces, lo confieso, la manera partidista y visceral en la que CN toma partido o
desprecia una ciudad o un país desde el momento mismo en que lo menciona, me
gana para su causa. Aparece la empatía. No puedo evitar el pensar que esa misma
habría sido mi impresión del lugar en cuestión (puede ser que yo haya estado
realmente en él o no, es irrelevante).Y entonces ya no puedo dejar de saborear
el retrato entero.
La sociabilidad vacía de los suizos,
su pulcritud, el sosiego resultante de sus “egoísmos municipales” y su
neutralidad en las guerras mundiales –en definitiva, lo que define como
“incapacidad espiritual” de este pueblo-, desagrada al viajero al igual que los
lagos inmóviles y domésticos de su geografía.
Berlín es inabarcable,
inclasificable. De entrada le asalta a uno su dinamismo, la mecanización de la
vida –desconocida para el español de entonces-, la modernidad de la ciudad en
construcción; sin embargo, cuando se la va viviendo sorprende la diversidad de
su conglomerado social, la inmoralidad de sus locales (esto de la inmoralidad
visto desde un punto de vista específicamente latino, ya que las más diversas
manifestaciones sexuales en Berlín, y en Alemania en general, no son
incompatibles con una “castidad” innata e ingenua inimaginable en un celtíbero;
“la interpretación de la moral es una cuestión de latitud”, nos dice Chaves),
el prurito sensual que tras la guerra ha lanzado inconscientemente a los
berlineses de la República de Weimar en pos de los placeres antaño burgueses
democratizándolos, y ese antiimperialismo o antikaiserismo desenfadado, a veces
histriónico, que anima las noches de los cafés y que, aunque parece contagiar a
amplias capas de la sociedad berlinesa, es blandido en realidad por elementos
no alemanes –judíos, eslavos, negros y demás piezas multicolores del gran
puzzle austrohúngaro-.
La rendición ante Venecia, al final
de su viaje, es incondicional. Vieja y manoseada, gastada, decrépita, enfermiza
y herida de muerte, la ciudad arrebata de entrada, y cualquiera, por escéptico
que se haya podido mostrar, sucumbe irremediablemente al encanto indestructible
de lo que Chaves califica de “espectáculo inefable”, y que reside, más que en
los canales y los palacios, en lo que denomina “el envés, la contrafigura”, los
ámbitos olvidados y tristes cuajados de rumores antiguos que se multiplican
tras ellos, el patio trasero e íntimo del esplendor veneciano.
Y la gran aldea rusa. La inmensidad
del campo ruso sembrado de millones de chozas miserables y salpicado aquí y
allá por las cúpulas brillantes de las iglesias. La entrada de Chaves en Rusia
desde el Báltico –donde el pintoresquismo de la Europa medieval pervive en sus
ricos tejados y calles empedradas, que tanto sugieren el paso de un príncipe
encantado como el de un amable lechero- es una especie de inmersión en la
intemporalidad. La tierra, las isbas, sus habitantes y sus pequeñas iglesias
parecen estar ahí desde siempre, como siempre. La idea de que la Revolución haya
transformado la vida de ese inabarcable territorio es algo inconcebible; Lenin
y Trotsky no pueden ser más ajenos al paisaje, gobernado por la miseria y la
religión.
El violento vuelco de la Historia,
el arrasamiento ciclónico que ha supuesto la Revolución le espera al escritor
en Moscú. La ciudad, representante del tradicionalismo milenario de este pueblo
–recelosa de la modernidad occidentalizada de Petrogrado- muestra, más allá de
sus murallas y sus monasterios, sus entrañas abiertas: el desmoronamiento, el
desconchado, el hacinamiento, el hormigón que brota por doquier como una
metástasis sin arte. Palacios y casas de sindicatos se confunden. En cuanto a
la masa humana, se trata de un revoltijo abigarrado, multicolor, mal vestido,
transplantado en diversos sentidos –social, económico, geográfico,
profesional-. El antiguo burgués, convertido en proletario, pasea sus antiguas
prendas de corte occidental raídas y combinadas con otras de origen exótico;
muchos, avalados por la Nueva Política Económica, se atreven a lucir de nuevo
los atavíos “contrarrevolucionarios” proscritos en los años del comunismo de
guerra. Sin embargo nada hay más alejado de estas gentes que la frivolidad; se
trata de una mezcla necesaria, esencial, la superfluidad ha sido barrida por el
comunismo. La variopinta muchedumbre se mueve dirigida por una minoría
uniformada que impulsa el cambio y pretende extender los nuevos ideales:
industria, instrucción, deporte, higiene.
Rusia constituye el objetivo del
viaje de Chaves y el capítulo central de su crónica. Muchos son los temas y
tipos que desfilan por él: la omnipresencia de la GPU, la militarización de la
sociedad, los sanatorios del Caúcaso, la sustitución de la aristocracia
burguesa por la aristocracia de los técnicos, el exacerbado nacionalismo ruso,
los obreros de los pozos petrolíferos de Bakú, la sovietización de las salvajes
tribus caucásicas, la temible integridad de Trotsky, Kalinin y su popularidad,
el inicio de la “limpieza” estalinista, la historia del catalán Ramón
Casanellas... Todos fascinantes, porque están tratados, captados por un
pensamiento libre y diferenciado. Un magnífico escritor periodista de oficio
pasó por allí, se detuvo, observó, escuchó, tomó notas, las tejió con el
valioso hilo de su castellano preciso y rico y ofreció a quien quiso apreciarlo
–pocos, muy pocos durante décadas- un extraordinario reportaje dotado de lucidez
y libertad de juicio. La mejor literatura hecha noticia, el talento al servicio
de la información, y unos y otros, doctrinarios todos, despedazándolos y
relegándolos al olvido. Menos mal que el sentido común prevalece, aunque
soterrado, y aflora de vez en cuando.
Un viaje es siempre motivo de placer y expectativa para quienes nos gusta transitar mundos, pero si además, somos degustadores de "huellas de memoria", la existencia de un libro como el que reseñas, es una joya.
ResponderEliminarSiempre he pensado que el papel del "reseñador" es abrir el apetito de tal manera, que el lector no pueda evitar correr a la primera librería que encuentre y comprar el libro.Es lo que voy a hacer yo.
Siento la misma empatía que Chaves Nogales suscitó en ti (todavía sin leer el libro) Ese Berlín efervescente, caótico y tan humano de entre guerras...Esa Rusia de las isbas, las torres de cebolla y los popes...¡Ay, ese Moscú tan lleno de color y contraste como un cuadro de Kandisky! se me hacen posibles en este final de primavera de 2017.
Ha sido un verdadero placer descubrir a través de tu reseña,Marta, que guiada por Sánchez Nogales, destro de nada iniciaré un delicioso viaje.
¡Muchas gracias!