domingo, 7 de mayo de 2023

Oficio, Sergei Dovlatov

 Oficio, Dovlátov


Sergei Dovlátov, escritor ruso-soviético emigrado a Estados Unidos, donde falleció en 1990 a la edad de 49 años, nació de padre judío y madre armenia en una evacuación en la Gran Guerra Patria, se formó y trabajó como periodista en Leningrado y Tallin, además de ejercer durante un periodo de tres años como guardia de reformatorio en la república rusa de Komi. En 1978, expulsado de la Unión de Periodistas Soviéticos, emigra a Nueva York. Hasta entonces, y así fue hasta los años 90, sus obras no se habían publicado en la URSS; se divulgaron, como la mayor parte de la literatura soviética de calidad de la época, en forma de samizdat.  El germen de Oficio cruzó la frontera oculto en un microfilm que una “heróica francesa” logró sacar del país.

En un ejercicio de sinceridad, humildad y honestidad que solo un intelectual puro puede realizar -al menos en lo que a la literatura se refiere-, Dovlátov nos da cuenta, en un estilo conciso, fresco, fragmentado y tremendamente irónico, de sus dificultades para publicar y ejercer su profesión en su patria, y más tarde en los Estados Unidos, al tiempo que se ríe de todo y de todos, empezando por sí mismo. Su sarcasmo, sin embargo, no roza ni de lejos el cinismo. Al contrario, suscita una inmediata complicidad en aquel lector que indaga en lo que ha podido ser la verdad de los acontecimientos históricos derivados, por poner un principio, de la constitución de la URSS, y en otros aspectos transversales y universales como pueden ser la naturaleza del exilio, la condición de refugiado y el enorme abanico de tipos humanos -con sus motivaciones, sus roles, sus aspiraciones- que se esconden bajo esta etiqueta. Suscita complicidad y podríamos decir que también ternura, porque este lector, como digo, se encuentra de cara con un tipo que ha sufrido el trágico destino de muchos (hablamos aquí de los emigrados rusos en sus diferentes fases de incorporación a la sociedad americana), y tiene la honradez de intentar abrirse camino en su nueva “patria” siendo fiel a sí mismo al margen de los imperativos que marca el anticomunismo oficial de la colonia ruso-americana, lo que pone en peligro su supervivencia tanto física (hambre) como profesional (negativa a reciclarse en taxista, por utilizar su propio ejemplo), pero tiene también la lucidez suficiente para detectar pronto las grietas de ese nuevo sistema político que, como tantos disidentes, habían creído infalible. Esta lucidez le lleva asimismo a observar y diseccionar sin compasión el comportamiento de sus congéneres, los emigrados rusos en Nueva York, a los que no se siente ligado de forma especial (afirma que incomprensiblemente se siente más cerca de un periodista americano con el que apenas puede comunicarse por su desconocimiento del inglés que de cualquiera de sus compatriotas), y, no obstante, la compasión está, la compasión de Dovlatov abarca a todos ellos en el momento en que desmitifica los supuestos principios ideológicos que les han empujado a la disidencia y deja desnudas a las personas, desnudas con sus miserias, las mismas en la Unión Soviética que en Queens o Brooklyn, al descubierto. Él es uno de ellos, solo en eso. Por eso nos suscita ternura.

Pero no encuentro forma ni sentido a interpretar sus palabras. Solo puedo reproducirlas.

Cuando Dovlátov llega a Nueva York, el monopolio de la prensa ruso-americana pertenece a la publicación Palabra y Obra; sus páginas alimentan la necesidad de autoafirmación de casi la totalidad de los arrojados al maremágnum capitalista por la tiranía soviética. Bogoliúbov, su director, como pequeño gran zar de los desorientados, dicta y pontifica; todos los males de los rusos provienen del KGB (hasta el frío, se burla Dovlátov), todo aquel que perjudica, material o moralmente, a un refugiado ruso, es un agente del KGB. Desde esta óptica, el periódico independiente que el escritor y otros tres compatriotas tratan penosa, penosísimamente, de sacar adelante, es en un principio ignorado y ninguneado (lo cual significa desde una ausencia total de colaboración o ayuda del fuerte al débil, hasta taimadas maniobras para desacreditar indirectamente a todo aquel que tome parte en la publicación), y, a partir de un momento dado, atacado frontalmente en un editorial. Es la respuesta a este editorial lo que quiero reproducir aquí. Es una carta extensa; pueden preguntarse qué necesidad hay de transcribir tantas páginas de un libro que se reseña para que sea leído. Solo puedo responder que su contenido me parece ejemplar -en el sentido literal del término, porque ejemplifica una postura de libertad e independencia que considero necesaria en todas las épocas y coyunturas posibles-, que solo unos pocos tienen la valentía de mantener (¿o quizá no tan pocos?) pero que en cualquier caso merece la pena recordar, por si se contagia. Y de espíritu de diálogo.

 

Carta abierta al director de Palabra y Obra

 

¡Estimado Señor Bogoliúbov!

He leído su artículo “¿Hasta cuándo?”. Considero que abre una nueva etapa en su actividad periodística y que, por lo tanto, merece que se le preste atención.

La nota está escrita en una lengua absolutamente extraña en usted. Arrogante y agresiva. Sembrada incluso de palabrejas de la jerga policiaco-carcelaria. Vertujái, carcelero, por ejemplo, como se digna usted denominarme cariñosamente. Como partidario de la lengua literaria viva y desenvuelta, todo esto me conmueve. Ingenuamente, quizá.

Haré caso omiso a sus tentativas de humillarnos a mí, a mis amigos y a nuestro semanario. Me niego a rebatir los burdos infundios, las fanáticas supercherías y comidillas que cita usted.

No me siento aludido por los insultos que me dedica. Estoy acostumbrado a eso. Me acostumbraron en mi propio país, donde faltarle a uno al respeto es la norma. Donde tras el trato cortés, se intuye la trampa. Donde la dulzura de corazón se considera idiocia.

¡Qué no habré sido yo en esta vida! Stiliaga y caradura judío. Agente del sionismo y hampón fascistoide. Degenerado moral y saboteador político. Más aún: siendo hijo de judío y armenia, la prensa me tachó repetidamente de “nacionalista estonio” (¡!)

De resultas, salí fortalecido, y hace mucho que no exijo de nadie un trato ceremonioso. Algo semejante puedo decir de nuestro periódico. No somos crisantemos. Se nos puede desarraigar de cuando en cuando para tener la certeza de que estamos creciendo bien. Creo incluso que nos sería de provecho.

Resumiendo, por su edad, o por su condición de maestro, si lo prefiere, se ha ganado usted el derecho a no ser condescendiente… No es el tono de sus declaraciones lo que me ofende. No me interesa el tono, sino la sustancia.

¿Y qué podrá ser, me pregunto, lo que ha sacado de quicio a este señor maduro, culto e inteligente, de manera tan repentina? ¿Qué le habrá hecho romper su voto de silencio? ¿Qué le habrá inducido a blasfemar y patalear, utilizando incluso jerga carcelaria? ¿Por qué le molestamos tanto, señor Bogoliúbov?

Puedo contestar esa preguntar. Le molestamos por el solo hecho d existir.

Hasta el año 70, imperaba en la emigración un orden relativamente estable. Se habían aplacado porfías y discusiones. Los cargos y títulos estaban repartidos. Los laureles pendían de los cuellos eméritos.

Luego llegó la tarde ola de la emigración.

Como en toda comunidad humana, somos de muy diversa índole.

Entre nosotros hay pecadores y beatos. Lumbreras de la matemática y contrabandistas heroicas. Violinistas y drogadictos. Disidentes y antiguos empleados del aparato del Partido. Antiguos presos y antiguos fiscales. Judíos, ortodoxos, musulmanes y budistas zen.

Tenemos, al mismo, tiempo, mucho en común. Nuestra experiencia totalitaria. La demagogia nos hace sufrir. Somos hipersensibles a la retórica propagandística.

Los vicios también no son comunes. Cierta desorientación política y moral. Una vitalidad casi agresiva. Una falta de escrúpulos a menudo notoria.

No somos ni mejores ni peores que los viejos emigrados. Tratamos de solventar los mismos problemas. Tenemos sus mismas debilidades. Sus mismos complejos de forasteros y de novatos.

Como ellos, tenemos el alma herida por el recuerdo de nuestra horrorosa patria. Odiamos y maldecimos a sus tiranos. Recordamos a los amigos de quienes nos vemos separados.

No somos ni mejores ni peores que los viejos emigrados. Somos diferentes, simplemente.

Llegamos en los 70; nos acogieron cordialmente. Nos ayudaron a adaptarnos ya resistir. A comulgar con los valores de este país admirable. Hemos podido evitar mucho de lo que los viejos emigrados tuvieron que padecer. Y agradecemos su apoyo a todos los que nos ayudaron a evitarlo.

No solo hemos traído de Rusia cajitas lacadas de Palej. Ni collares de ámbar y coral o cazadoras de cuero de imitación. Hemos traído nuestros diplomas y estudios. Manuscritos y partituras. Cuadros y descubrimientos.

Fundamos periódicos y revistas, estudios de televisión y saunas finlandesas. Restaurantes y orquestas sinfónicas.

Aborrecemos las baldías mesas parlantes del espiritismo ideológico. Los infantiles proyectos de reorganización de la sociedad totalitaria. Nos burlamos de las fantasías de renacimiento religioso. Hemos comprendidos algo esencial. Los líderes soviéticos no son extraterrestres. NO son alienígenas del espacio exterior. El poder soviético no es el yugo tártaro-mongol. Es algo que alienta en el interior de cada uno de nosotros. En nuestras costumbres e inclinaciones. En nuestras aficiones y antipatías. En nuestra conciencia y en nuestro espíritu. Nosotros somos el poder soviético.

Tenemos que derrotarnos a nosotros mismos. Derrotar al siervo y al cínico. Al cobarde y al ignorante. Al gazmoño y al arribista que habita dentro de nosotros.

Señala usted:

“¡Solo tenemos un enemigo!... ¡El comunismo!”

No es verdad. El comunismo no es el único enemigo. Tenemos otros enemigos aparte de la antigualla doctrinal comunista. Lo son nuestra estupidez y nuestra falta de piedad. Nuestra egolatría y nuestro fariseísmo. La intolerancia y la mentira. El afán de lucro y la venalidad…

En una ocasión le preguntaron a Iosif Brodski:

-¿En qué está usted trabajando?

El poeta contestó:

-En mí mismo…

Ataca usted a un semanario atrevido, independiente, en pleno desarrollo.

Lo acusa de diversos pecados mortales.

¿Qué le ocurre a usted? ¿A qué se debe ese trauma?

Se lo repetiré: A nuestra misma existencia.

Había un único periódico, Palabra y Obra, rector de conciencias. Árbitro de la moda y del gusto. La única tribuna. El único portavoz de la opinión pública.

En ese periódico se podían leer cosas curiosas. Como que Iosif Brodski no dominaba el ruso. Que Rusia caminaba resuelta hacia el renacimiento religioso. Que, en la lucha contra los comunistas, cualquier medio era bueno. Que los libros de Adriana Deliánich, eran mejores que los de Nabókov.

Y todos asentían.

Después, surgió nuestro semanario. Y en el más antiguo periódico ruso se desató el pánico:

“¡¿Cómo se atreven?! ¡¿Quién les ha dado permiso?! ¡¿Con quién se creen que cuentan?!”. (Nosotros, se lo confieso, creíamos contar con usted precisamente).

Asegura usted, señor Bogoliúbov:

“¡Quebraréis! ¡Fracasaréis! ¡Os endeudaréis!”

No ha tenido en cuenta unas cuantas cosas. No ha tenido en cuenta la vitalidad de la tercera emigración. No ha sabido calcular el monto de nuestro entusiasmo. De nuestra disposición para el sacrificio.

El semanario existe. El monopolio ha sido quebrantado. Han surgido nuevos puntos de vista, nuevas valoraciones, nuevos ídolos. Y usted, señor Bogoliúbov, dio la voz de alarma. Se negó a insertar nuestra publicidad. Prohibió a sus colaboradores que publicaran en nuestro semanario. Intentó poner en contra nuestra a nuestros socios y clientes.

Ahora, astutamente, se declara usted víctima de persecución política. Y nos tacha de patriotas soviéticos y de funcionarios del KGB.

Es una estratagema. No hemos sometido su periódico a crítica ideológica alguna. Es demasiado amorfo para eso. Hemos criticado su falta de profesionalidad. Su lenguaje torpe y pretencioso. Su anticuado diseño. Su melosa inocuidad. La atmósfera insulsa de sus evocaciones históricas.

Reconocemos los méritos de su periódico. Reconocemos también sus méritos personales, señor Bogoliúbov. No obstante, nos reservamos el derecho a criticar los fallos de su periódico. Y a exigir de su administración un comportamiento profesional honesto, respetuoso con las leyes federales.

Ha titulado su artículo “¿Hasta cuándo?”. Por todo el artículo se hallan diseminadas unas cuantas enigmáticas alusiones. Se hace mención de misteriosas instancias. De siniestras fuerzas anónimas. De ciertos indefinidos organismos e instituciones.

En casa se solía utilizar un peyorativo omnicomprensivo: imperialistas.

Lo que se lleva aquí son los “agentes del KGB”. Todo lo malo es imputable a la Seguridad del Estado. A los manejos del camarada Andrópov.

Que se produce un incendio: culpa del KGB. Que una editorial devuelve un manuscrito: bajo presión del KGB. Que la mujer se larga: la habrá seducido Andrópov. Que llega el frío: ya se sabe de dónde viene.

El KGB es una organización siniestra, de más está decirlo. Pero nosotros también solemos obrar de cualquier manera. Y Andrópov no tiene nada que ver con que seamos vagos, mentecatos e ineptos. Bastante tiene con sus propios pecados. Y nosotros con los nuestros.

¿Para qué, pues, se abonan esas fantasías? ¿Para qué se cuentan todas esas tonterías, las picardías y los fracasos de uno en sus manejos con los valerosos chequistas? ¡¿Para qué dárselas de preso de la Lubianka en la paradisíaca América?! Es ridículo y vergonzoso.

Aquí el KGB se halla al margen de la ley.

Ser cómplice del KGB es un delito punible por vía judicial.

Acusar gratuitamente a alguien de ser cómplice del KGB también es un delito punible. Una calumnia, para ser exactos.

Espero que se acabe con esto. Ha tratado de estrangular nuestro semanario con los métodos más variados. Nos ha privado de publicidad e intimidado a muchos de nuestros colaboradores. Ha usado usted otro recurso, la conjura de silencio. Ignoraba usted, muy ufano, El Espejo. Quería hacer ver que no existía.

Pero ahora ese complot ha quedado hecho trizas. El gran mundo ha hablado. Aunque ha hablado con voz gritona e histérica. Apelando a fórmulas confusas y retorcidas:

“El así llamado semanario…”, “Ese sospechoso periodicucho…”. O cuando se refiere a “ese señor, antiguo carcelero…”.

Sin embargo, la conjura ha quedado al descubierto. Lo que bien puede ser considerado una modesta victoria de la democracia. Y espero que el diálogo continúe. Un diálogo amistoso y franco acerca de nuestros problemas de emigrados.

¡Estamos dispuestos a dialogar! ¿Lo está usted?

Desgraciadamente, escribimos nuestra vida sin borrador previo. No es posible enmendarla, tachando líneas sueltas. Tampoco corregir erratas.

 

Respetuosamente,

Serguéi Dovlátov

 

“Un diálogo amistoso y franco acerca de nuestros problemas de emigrados”, un diálogo de nuestros problemas de seres humanos. Quizá el problema es que muchos creen siempre que no tienen problemas o que su problema son los otros -su KGB, su terrorismo islámico, sus vecinos, sus opositores-. Por lo tanto, es necesario eliminarlos. A veces esa necesidad es real y físicamente satisfecha. Qué injuria para nuestras delicadas almas democráticas -¡malvado Bogoliúbov!-. Las más de las veces, sin embargo, basta con desviar la mirada y seguir ignorando a los otros, nuestros “problemas”. Y nuestras almas permanecen puras e indemnes.

 

“… escribimos nuestra vida sin borrador previo. No es posible enmendarla…” ¿No es esta una magnífica razón para la humildad y el diálogo?

Memorias de un historiador del Holocausto, Raoul Hilberg

 Memorias de un historiador del Holocausto, Raoul Hilberg



Raul Hilberg (Viena, 2 de junio de 1926 - Williston, Vermont, 4 de agosto de 2007), autor de La destrucción de los judíos europeos, obra cumbre de investigación sobre los mecanismos burocráticos del exterminio nazi, escribió Politics of Memory: The Journey of a Holocaust Historian en 2002, 5 años antes de su muerte.

En su autobiografía, Hilberg, en un ejercicio de honestidad sin concesiones, expone con rigor, ironía y tristeza las vicisitudes del proceso de redacción de la obra que ocupó su vida entera, y de la recepción de esta a lo largo de décadas en EEUU y Europa.

El punto de partida es un breve e interesante relato de la génesis, o pregénesis, si esto puede decirse, de la idea que le marcó para siempre (explicar y describir los mecanismos burocráticos que hicieron posible a Alemania trascender la práctica ancestral de perseguir y matar judíos para llegar a un plan de exterminio absoluto y mecanizado de todos los judíos europeos). Así, Hilberg narra su impresión infantil del Anschluss en su Viena natal, la suerte que corrieron en los años 30 algunos de sus parientes cercanos, y la huida con sus padres a través de La Rochelle a Cuba y después a EEUU, adonde llega con 13 años.

Así pues, dicha idea, que germina en él en estos años de infancia, se convierte en el único motor de su vida profesional y, a la vista del precio que tuvo que pagar en lo personal, de su vida entera. Su vuelta a Europa como soldado en la Segunda Guerra Mundial, su participación en juicios contra nazis y su labor en el War Documentation Project y el United States Holocaust Memorial Council, le facilitaron el acceso a los archivos del Tercer Reich incautados por el ejército estadounidense, lo que encaminó su trabajo definitivamente. En 1955 publicó su tesis sobre el Holocausto. Más adelante y hasta su muerte, compaginará la investigación con la docencia universitaria en el campo de las Relaciones Internacionales.

La primera edición de La destrucción de los judíos europeos salió en 1961. La segunda, revisada y aumentada, en 1985. La recepción de sus investigaciones en los años 50 no fue la que esperaba. El mundo no estaba preparado; tanto Europa como América querían pasar página. Se quería olvidar sin haber sabido. Ni siquiera la comunidad judía estadounidense se mostraba interesada en ir más allá, hecho con el que chocaron las expectativas de Hilberg más que con ninguna otra cosa. En el recién nacido estado de Israel, el sionismo, empeñado en la creación de un hombre nuevo, fuerte y orgulloso, renegó del superviviente, símbolo de la debilidad y el fracaso.

A partir del juicio a Eichmann en 1961 y la publicación de los artículos de Hannah Arendt publicados en el New Yorker y recogidos después bajo el título Eichmann en Jerusalén, el interés y la polémica se avivaron. La filósofa alemana despertó las iras de la comunidad judía con sus tesis sobre la banalidad del mal y la responsabilidad de los consejos judíos en la aniquilación de su propio pueblo. Hilberg, que no estaba de acuerdo en la primera (“no hay banalidad en este mal”) sí afirma que los consejos “ayudaron” a que la maquinaria nazi llevara a cabo su plan sin obstáculos. Sin embargo, la contextualización de esta tesis se aleja de la exposición de Arendt, ya que profundiza en la praxis habitual de la comunidad judía, que desde siempre ha llevado a cabo políticas de “amoldamiento” en los diferentes países de asentamiento. Es decir, los consejos no surgieron como una herramienta alemana, aunque pasaran a serlo, sino que representaban a toda una comunidad en la que esta forma de reaccionar ante el peligro estaba profundamente arraigada.

A pesar de las diferencias, y de que jamás se trataron, las tesis de ambos se asimilaron, atribuyeron a uno las palabras y opiniones de la otra y viceversa. Las críticas les llovieron desde los mismos ángulos; les metieron en el mismo saco. Hannah Arendt siempre citó La destrucción de los judíos europeos como una fuente fundamental de sus ensayos. En su correspondencia personal con Karl Jaspers, sin embargo, no fue en absoluto benevolente con Hilberg, al que reprochaba no haberse puesto de su parte, además de tildarlo de “loco” y “necio”. En cualquier caso, desde la amarga percepción del historiador, Arendt era la estrella, la pensadora carismática, mientras que él era el humilde peón que recopilaba los datos. La ausencia de notas al pie en los artículos de Arendt, expuesta de forma directa y sin comentario alguno por Hilberg, basta como acusación.

Otro hecho que destaca en las memorias de Raul Hilberg es el éxito de la segunda edición de su obra en Europa. En Francia, por ejemplo, este éxito vino de la mano de la proyección de la película Shoah, de Claude Lanzmann. Hilberg es el único historiador que aparece en la película de 9 horas y media que constituye un testimonio desnudo del Holocausto, sin tramas adicionales, imágenes de archivo, música o cualquier otro elemento emotivo, basado únicamente en las palabras de una serie de personajes (víctimas, verdugos, testigos) que, enfocados en primer plano por la cámara de Lanzmann, responden a sus preguntas. De alguna manera, historiador y cineasta compartían el punto de vista en torno a lo que consideraban que debía ser el modo de transmisión del hecho del Holocausto. Ambos parecen concentrarse (mediante la exhaustividad analítica o la penetración sicológica a través de la mirada y la escucha) en el dato, el rostro, la palabra. Añadir, ficcionar, cuando no se conocen los hechos, es falsear, y los hechos, en este caso, son incontables, por lo que solo cabe seguir mirando, escuchando, recopilando. Puede entenderse como un supremo gesto de respeto.

La publicación, en colaboración con Stanislaw Staron y Joseph Kermisz, del Diario de Adam Czerniaków, constituyó un logro inigualable para Hilberg. El Yad Vashem (Centro Mundial de Conmemoración de la Shoah) de Israel custodiaba celosamente este documento escrito originariamente en polaco que ofrecía las claves para la comprensión del papel de los presidentes de los consejos judíos en los guetos europeos. El autor del diario, Adam Czerniaków, presidente del Judenrat del gueto de Varsovia -el más grande del continente-, se suicidó en 1942 tras ordenar el primer transporte de judíos a Treblinka para su “reubicación”. En sus páginas se revela la lucidez de quien ve venir la catástrofe y la agonía insoportable de quien carga sobre sus espaldas con la responsabilidad del más monstruoso de los crímenes: entregar a su gente a los verdugos.

Dos aspectos relacionados con Czerniaków llaman la atención de Hilberg. Por un lado, este venerable líder de la mayor comunidad judía de Europa, eficiente en sus funciones como tal y observador imparcial a la hora de describir lo que veía y vivía, tuvo que vérselas, en sus numerosos tratos y negociaciones con los alemanes, con una larga serie de insignificantes subordinados del aparato nazi y apenas nunca con figuras de relevancia. ¿Podían los dirigentes nazis manejar sin esfuerzo ni excesiva supervisión los hilos necesarios para el buen funcionamiento de los guetos porque había una excelente organización de base que lo garantizaba, a la cabeza de la cual se encontraban figuras como Adam Czerniaków?

El segundo aspecto es, simplemente, el humor. Parece que esta característica del líder del gueto no pasaba desapercibida y, desde luego, impresionó a Hilberg. Posiblemente sus bromas, tan judías por otra parte, le ayudaron a sobrevivir hasta que la cuestión de la inmediata aniquilación se hizo insoslayable. En cualquier caso, Hilberg reconoce implícitamente su identificación con Czerniaków cuando reproduce las palabras que Lanzmann le dirige tras su comentario acerca del diario y el personaje. “Eras Czerniaków”.

Raul Hilberg dedicó su vida en cuerpo y alma a la investigación de las condiciones que hicieron posible el Holocausto. ¿Algo que añadir? ¿Explicación, interpretación? Es fácil hacerlo, tan fácil como escribir guiones enmarcados en la catástrofe. ¿Es lícito? ¿Podemos ir más allá? Hilberg no pudo, desde niño, soportar la idea de que aquello que vio venir desde la ventana de su piso de Viena quedara acallado. No pudo admitir que se pasara página, que el mundo siguiera girando sin explotar. Y reaccionó entregándose a la construcción de este monumental legado.