Grunewald fue la zona residencial
más popular y glamourosa de Berlín, desde la época imperial hasta el
advenimiento del nacionalsocialismo. Escritores, actores, músicos,
comerciantes, banqueros, editores, políticos y científicos se daban cita en
esta elegante área boscosa al oeste de la ciudad. Se discutía, se creaba, se
planificaba, se celebraba y se disfrutaba de una vida afortunada que, parecía, nunca
dejaría de crecer y enriquecerse a sí misma. La historia, las condiciones
económicas y sociopolíticas y la amalgama de las innumerables tradiciones que,
a lo largo de los últimos siglos y al calor de la Ilustración (o la Haskalá
judía) habían enraizado en Alemania, hicieron de este privilegiado enclave un faro
intelectual en Europa.
Muchos, muchísimos, eran judíos
asimilados, cultos, políglotas, mundanos, brillantes. Habían recorrido las
universidades europeas y asistido a los cursos, seminarios y conferencias de las
mentes pensantes del continente. No tenían inconveniente en cambiar de ciudad o
país si un nuevo proyecto lo requería o si seguían la estela de un poeta o
filósofo; la lengua no era un obstáculo; como se había adquirido una se
adquiría otra, y siempre estaban los grandes maestros de la literatura como
guías.
En esta constelación de la
cultura Berlín ejercía una fuerza centrípeta. Todas las corrientes de
pensamiento, agrupaciones políticas y nacionales, sectas pseudorreligiosas, movimientos
sociales, publicaciones del más variado signo, estilos de vida más y menos
convencionales, gentes de todo pelaje, tenían cabida y un lugar de reunión en
esta abigarrada y excitante urbe.
El sionismo anidó con especial arraigo
en ella y la historia hizo el resto del trabajo. La emigración a Palestina era
una realidad sobre todo desde que, tras la Declaración Balfour en 1917, los
británicos prometieran la creación de un Hogar Nacional Judío. Los últimos años
de la República de Weimar aceleraron el proceso, que se disparó a partir del
ascenso de Hitler al poder en enero de 1933. Pero no es un resumen inexacto más
de la historia de Palestina y el estado de Israel lo que Thomas Sparr quiere
hacer aquí, sino un esbozo de uno, entre tantos, de los mundos perdidos en el
siglo pasado, y un homenaje a un barrio de Jerusalén y sus ilustres habitantes,
ya hoy desaparecidos. Se trata de Rehavia, la Llanura de Dios.
Rehavia es, por tanto, Grunewald
en Oriente. Un arquitecto alemán, Richard Kauffmann, había llegado a Jerusalén en
los años 20 del siglo pasado con el encargo de urbanizar la ciudad al estilo de
las nuevas ciudades-jardín europeas para la causa sionista; los planos muestran
calles ordenadas, jalonadas por setos, edificios diáfanos y funcionales al
estilo Bauhaus, casas con jardín delantero y trasero, en fin, una atmósfera más
alemana que oriental. Kauffmann contó con la inestimable y entusiasta
colaboración de una joven arquitecta berlinesa y judía: Lotte Cohn, la cual
dedicó sus días y sacrificó su vida privada a la construcción de Rehavia.
El nuevo barrio comenzó a
poblarse con los intelectuales que el nazismo escupía de Europa. Martin Buber, filósofo y escritor nacido en
Viena en 1878, y Gershom Scholem, filólogo e historiador nacido en Berlín en
1897, máximo especialista en el estudio de la cábala, se establecieron en
Jerusalén y fueron elementos clave en la constitución del núcleo en torno al
cual se tejió la red de la emigración judeo-europea a Palestina y se urdió una
vida intelectual que, trasplantada al Medio Oriente y ya totalmente condicionada
por los acontecimientos europeos y por los que estaban transformando de forma
violenta la situación en el hogar de adopción, no perdió sin embargo vitalidad
e incluso se sofisticó de forma original y única a lo largo de las décadas de
existencia de la Grunewald oriental.
No es necesario reproducir la
lista de las personalidades que vivieron, trabajaron o simplemente visitaron
Rehavia -hay que leer el libro. Sus vidas, a cada cual más fascinante, nos
hablan de esa vitalidad, a veces extravagante, de un grupo que, arrastrado por
la Historia y equipado por una conjunción sorprendente e irrepetible de dotes
artísticas e intelectuales, creció de forma exuberante en tierra extraña (por
mucho sionismo que enarbolaran), y cuyo legado se recoge en bibliotecas e
institutos pero es ignorado por los actuales habitantes de Jerusalén, que ya no
hablan alemán ni sienten vínculo alguno con aquellos extraños iluminados. El
autor comienza su relato describiendo su estupor cuando, paseando en los años
80 por las calles de Rehavia, se topa con montones de volúmenes, bibliotecas
enteras, de autores alemanes apilados en las basuras. Un mundo desaparecido,
olvidado, reducido a los arcanos de la erudición.
La historia de Rehavia nos
interpela, implacable. Si la huella de aquellos, los que transformaron e
iluminaron, los que lo dieron todo, se borra sin que nos demos cuenta, ¿qué
sentido tiene el endeble paso de nuestras vidas subrogadas, acomodadas al
infecundo bienestar? No es una pregunta edificante, pero nos advierte sobre la
dimensión de nuestra existencia, y según cómo tratemos de responderla, quizá
nos ayude a seguir buscando.
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