domingo, 10 de diciembre de 2023

Grunewald en Oriente, Thomas Sparr

 


Grunewald fue la zona residencial más popular y glamourosa de Berlín, desde la época imperial hasta el advenimiento del nacionalsocialismo. Escritores, actores, músicos, comerciantes, banqueros, editores, políticos y científicos se daban cita en esta elegante área boscosa al oeste de la ciudad. Se discutía, se creaba, se planificaba, se celebraba y se disfrutaba de una vida afortunada que, parecía, nunca dejaría de crecer y enriquecerse a sí misma. La historia, las condiciones económicas y sociopolíticas y la amalgama de las innumerables tradiciones que, a lo largo de los últimos siglos y al calor de la Ilustración (o la Haskalá judía) habían enraizado en Alemania, hicieron de este privilegiado enclave un faro intelectual en Europa.

Muchos, muchísimos, eran judíos asimilados, cultos, políglotas, mundanos, brillantes. Habían recorrido las universidades europeas y asistido a los cursos, seminarios y conferencias de las mentes pensantes del continente. No tenían inconveniente en cambiar de ciudad o país si un nuevo proyecto lo requería o si seguían la estela de un poeta o filósofo; la lengua no era un obstáculo; como se había adquirido una se adquiría otra, y siempre estaban los grandes maestros de la literatura como guías.

En esta constelación de la cultura Berlín ejercía una fuerza centrípeta. Todas las corrientes de pensamiento, agrupaciones políticas y nacionales, sectas pseudorreligiosas, movimientos sociales, publicaciones del más variado signo, estilos de vida más y menos convencionales, gentes de todo pelaje, tenían cabida y un lugar de reunión en esta abigarrada y excitante urbe.

El sionismo anidó con especial arraigo en ella y la historia hizo el resto del trabajo. La emigración a Palestina era una realidad sobre todo desde que, tras la Declaración Balfour en 1917, los británicos prometieran la creación de un Hogar Nacional Judío. Los últimos años de la República de Weimar aceleraron el proceso, que se disparó a partir del ascenso de Hitler al poder en enero de 1933. Pero no es un resumen inexacto más de la historia de Palestina y el estado de Israel lo que Thomas Sparr quiere hacer aquí, sino un esbozo de uno, entre tantos, de los mundos perdidos en el siglo pasado, y un homenaje a un barrio de Jerusalén y sus ilustres habitantes, ya hoy desaparecidos. Se trata de Rehavia, la Llanura de Dios.

Rehavia es, por tanto, Grunewald en Oriente. Un arquitecto alemán, Richard Kauffmann, había llegado a Jerusalén en los años 20 del siglo pasado con el encargo de urbanizar la ciudad al estilo de las nuevas ciudades-jardín europeas para la causa sionista; los planos muestran calles ordenadas, jalonadas por setos, edificios diáfanos y funcionales al estilo Bauhaus, casas con jardín delantero y trasero, en fin, una atmósfera más alemana que oriental. Kauffmann contó con la inestimable y entusiasta colaboración de una joven arquitecta berlinesa y judía: Lotte Cohn, la cual dedicó sus días y sacrificó su vida privada a la construcción de Rehavia.

El nuevo barrio comenzó a poblarse con los intelectuales que el nazismo escupía de Europa.  Martin Buber, filósofo y escritor nacido en Viena en 1878, y Gershom Scholem, filólogo e historiador nacido en Berlín en 1897, máximo especialista en el estudio de la cábala, se establecieron en Jerusalén y fueron elementos clave en la constitución del núcleo en torno al cual se tejió la red de la emigración judeo-europea a Palestina y se urdió una vida intelectual que, trasplantada al Medio Oriente y ya totalmente condicionada por los acontecimientos europeos y por los que estaban transformando de forma violenta la situación en el hogar de adopción, no perdió sin embargo vitalidad e incluso se sofisticó de forma original y única a lo largo de las décadas de existencia de la Grunewald oriental.

No es necesario reproducir la lista de las personalidades que vivieron, trabajaron o simplemente visitaron Rehavia -hay que leer el libro. Sus vidas, a cada cual más fascinante, nos hablan de esa vitalidad, a veces extravagante, de un grupo que, arrastrado por la Historia y equipado por una conjunción sorprendente e irrepetible de dotes artísticas e intelectuales, creció de forma exuberante en tierra extraña (por mucho sionismo que enarbolaran), y cuyo legado se recoge en bibliotecas e institutos pero es ignorado por los actuales habitantes de Jerusalén, que ya no hablan alemán ni sienten vínculo alguno con aquellos extraños iluminados. El autor comienza su relato describiendo su estupor cuando, paseando en los años 80 por las calles de Rehavia, se topa con montones de volúmenes, bibliotecas enteras, de autores alemanes apilados en las basuras. Un mundo desaparecido, olvidado, reducido a los arcanos de la erudición.

La historia de Rehavia nos interpela, implacable. Si la huella de aquellos, los que transformaron e iluminaron, los que lo dieron todo, se borra sin que nos demos cuenta, ¿qué sentido tiene el endeble paso de nuestras vidas subrogadas, acomodadas al infecundo bienestar? No es una pregunta edificante, pero nos advierte sobre la dimensión de nuestra existencia, y según cómo tratemos de responderla, quizá nos ayude a seguir buscando.

 

 

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