domingo, 7 de octubre de 2012

Sobre una tierra ardiente, Der Níster





Bajo este título se recopilan siete relatos sobre judíos de la Polonia ocupada. Cada uno representa un tipo, un carisma, una historia, con el denominador común de que a todos alcanza el mazo del invasor. El lenguaje es sencillo, modesto y valiente, nacido de la indignación ingenua de la víctima que se solidariza con todo un pueblo, del que en ocasiones ha vivido alejado pero que ahora siente suyo e irrenunciable. La religión lo es todo para algunos (Reb Aaron Moneses, la viuda Rive), nada para otros (el doctor Zemelmann, la señora Zayets, Flora, el nieto de Reb Aaron), pero todos ellos se ven arrastrados a reconocer en el judaísmo el sello de su destino, y ello no provoca rechazo sino un abrazo incondicional del mismo como madre y origen de su casta.

Siempre me hace pensar, ese purismo absoluto en la devota observancia de la tradición, esa inextinguible fuerza que irradia de un inacabable espíritu de sacrificio y que acata  un número absurdo e imposible de leyes y preceptos, ese judaísmo ciego de los personajes de Der Níster, Aleijem, Singer, Morgenstern y tantos otros, que reconocemos en las figurillas volátiles de Chagall, ese judaísmo que convive física y espiritualmente –en las mismas ciudades, hogares, familias e incluso cabezas-, con el espíritu crítico más universal y cosmopolita de este, aquel siglo XX mío.
Marc Chagall, Viejo con barba blanca

Jamás he tenido una tradición que respetar, al menos consciente y profundamente –no hablo de la convención que acepto por pura comodidad o inercia. Sin embargo, jamás despreciaré a quien sostiene y es sostenido a la vez, incluso en su camino al cadalso, por una identidad cultural o religiosa. ¿Fanatismo? Nada más alejado y extraño. Hablo de esa humildad, de esa serenidad y esa convicción que el individualismo, el positivismo y muchos otros hijos de la postmodernidad nos han quitado. Hablo de una sencillez que no es estúpida, que asimila el antagonismo –político, social e intelectual- con naturalidad siempre que se respete su identidad, y que lucha o muere sin abandonarla cuando no se respeta. Creemos que porque somos agnósticos, cultivados y no participamos de una moral concreta tenemos la llave del desarrollo y la tolerancia, del multiculturalismo y el entendimiento entre los pueblos.

Al igual que una verdadera tradición tampoco sé lo que es una identidad nacional. Sé cuál o cuáles son mis lenguas, cuáles mis costumbres y las de mis padres, cuáles los paisajes de mi infancia y mi vida entera, pero creo no mentir ni adoptar una pose cuando digo que no me siento de ningún lado y que me reconozco atraída por mundos y personajes lejanos en la geografía, en la lengua y la cultura (¿o no tanto?). Pero no sé por qué la sencillez de los relatos de Der Níster me ha desviado hacia mis propios derroteros, alguna suerte de identificación o de rastro perdido podría buscarse en ello.

A diferencia de la compleja historia que narra su novela principal, La familia Mashber, los episodios que nos ocupan constituyen instantáneas tomadas en 1942, 1943, 1944 o 1945, en cuyo centro se retratan figuras que parecen sacadas de un libro de etnografía o un volumen de cuentos tradicionales. Los trazos de su caracterización son firmes y nítidos. Algunos son verdaderamente trágicos, como Heshl Ánsheles, el joven sabio que heredó de su madre suicida una extraña fragilidad, la cual, quebrada por la humillación infligida por un embrutecido oficial nazi, aboca en locura cuando su refugio de estudio y devoción es profanado y su equilibrio espiritual se rompe; estupefacto –en el sentido etimológico, con la boca literalmente abierta- y mudo, arranca de un mordisco el dedo del oficial. O el “conocido” del narrador, viejo enamorado de capa y sombrero de ala estrecha, cuyo nombre nunca menciona, quien se arroja desde una ventana junto con los restos en llamas de su gran obra sobre el cosmos. Pocos sobreviven –Flora, paradigma de la resistencia, podría haber continuado la biografía de Anna Frank donde ésta la dejó, preservando con ella la sagrada memoria de su padre.
Pinjas Kahanovich

 Todos ellos responden a personajes conocidos por Der Níster, pobladores de esa infortunada franja de la geografía europea emparedada y sepultada en la fosa que cavaron al unísono e inundaron de sangre dos poderes absolutos. El destino hizo que Pinjas Kahanovich, verdadero nombre del autor, quien denuncia con ira bíblica las atrocidades nazis, muriera en un campo de concentración soviético a consecuencia de la tortura y las condiciones de su encarcelamiento. Como en las fosas de Katyn, los verdugos se confunden. Unos comenzaron la faena, otros continuaron, a buen seguro de común acuerdo. En aquella merienda caníbal pereció el pequeño mundo de los shtetls que sembró esta gran literatura yiddish.

sábado, 1 de septiembre de 2012

La familia Wapshot (Crónica de los Wapshot, Escándalo de los Wapshot), John Cheever





              Lejos de querer abordar un análisis estructural o pretender aportar un enfoque nuevo a la lectura de la novela, mi intención en estas líneas no es sino compartir una recepción personal e intuitiva de la misma. Intuyo la complejidad del mundo de Cheever. Evoca un paraíso perdido desmitificado al mismo tiempo mediante la ironía, y lanza a sus personajes, sus Caín y Abel de la vieja Nueva Inglaterra, al inquietante desierto de la América nuclearizada y automatizada y al lupanar de la riqueza sin raíces. Uno espera que Moses y Coverly Wapshot salven su pellejo gracias a esa impronta grabada en su genética por el pueblo costero de Saint Botolphs, la pesca, el Topaze, la granja junto al río y la fábrica de cubertería de plata. Espera que ese poso de autenticidad que suponemos constituye la Arcadia del autor mantenga a flote sus almas errantes a través de esos destinos imposibles –la Isla 93 en el Pacífico, el Castillo de Clear Heaven, la base de misiles Talifer, etc.-, pero no es así. El mundo de Sarah y Leander Wapshot, sus padres,  y de la excéntrica tía Honora, se desvanece, naufraga como el Topaze, y los hermanos Wapshot no vuelven a sus raíces sino incidentalmente; además, la experiencia de retorno toma la forma de fugaz encuentro con la muerte –el fantasma de Leander o la comida de Navidad tras el fallecimiento de la tía Honora. No hay añoranza consciente, no hay vuelta del hijo pródigo, no hay amores que redimen, no hay concesiones ni complacencia alguna. Lo que pueda haber, aunque original, de costumbrismo y humor en Crónica de los Wapshot se convierte en relato descarnado en Escándalo de los Wapshot. La búsqueda desesperada de relaciones sociales de Betsey Wapshot en Talifer nos da cuenta de la enloquecedora soledad del ama de casa americana, que se aferra a la compañía del vendedor de aspiradoras para mitigar el punzante dolor del vacío cotidiano. La obsesión por la juventud y la belleza de Melissa Wapshot la arrastran a la humillación por el desprecio de un adolescente arrogante y al alcohol. El alcohol siempre. El bourbon corre por litros en ambos libros. Es el último refugio y el pasaporte a la otra orilla de Honora Wapshot, es el veneno de Moses. Sobrevolando el destino de Coverly, la sombra desasosegante del Doctor Cameron, el lado oscuro y peligroso del poder, nos lleva al miedo a lo desconocido y a la ambivalencia de las posibilidades ilimitadas del progreso.

Los viejos Wapshot, último eslabón de esa larga y variopinta cadena de antepasados, no representan la felicidad perdida; Leander y Sarah no son un matrimonio bien avenido desde un punto de vista convencional, no tienen suerte, lo pierden todo –la granja, el barco, su dinero, en ocasiones la dignidad-  todo salvo su destino. Los vemos marchar con cierta nostalgia pero sin desgarro, intuímos una aceptación del destino y de alguna manera sentimos que han saldado cuentas con la vida –la tienda de regalos de Sarah, la fusión con el mar de Leander.

Los jóvenes Wapshot, por el contrario, nos duelen porque están perdidos, pisan a tientas un terreno minado y desconocen su relieve. Coverly, atrapado en la absurda red de la burocracia –el Kafka de los albores de la informática- a la vez que esclavo de un amor-compasión-obligación y sus exigencias domésticas, y Moses, deslumbrado por la nueva América como un niño por un gran algodón de azúcar, precipitándose desde las alturas sin paracaídas.  Desprevenidos e indefensos afrontan, o no afrontan sino que resisten cada nuevo embate, como marionetas colgadas de un hilo demasiado largo, sin que ningún resorte les impulse a volver al centro de gravedad, el viejo Saint Botolphs de sus ilustres ancestros.

Cuando leemos la historia o las historias de un mundo perdido, desaparecido, nos vamos con él al olvido petrificado, lo inmortalizamos y lo guardamos como un tesoro para la posteridad. Me ha pasado siempre con los relatos sobre las múltiples y diversos pueblos que habitaban la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial, a la caída del Imperio Austrohúngaro, sus sistemas de valores, sus costumbres, sus lenguas, su organización, su arte, sus fronteras y sus conflictos. El hilo que une el presente con aquellas historias no se ha roto, ávidamente rastreamos el pequeño continente en busca de sus huellas, las referencias desperdigadas a lo largo de siglos nos iluminan el camino y nos ayudan a mantener de alguna forma vivo nuestro album de mundos extinguidos. Pero América se me pierde. Me supera y me rebasa en las tres dimensiones, por mi desconocimiento, por su vastedad, su heterogeneidad, su velocidad, porque nos arrastra poderosamente al futuro, sea cual sea. Esta crónica del claroscuro americano (de Estados Unidos, perdón) me fascina y me repele como el propio país.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Más sobre el gulag


Journey into the whirlwind (El vértigo en la traducción española, actualmente agotada) de Eugenia Ginzburg constituye un testimonio más de las purgas estalinistas y el gulag. Si el relato de Herling-Grudzinski (Un mundo aparte) puede considerarse descriptivo, e incluso objetivo en buena medida, Ginzburg nos ofrece en primera persona un documento intenso y personal de los 18 años transcurridos en cárceles y campos soviéticos, desde la primera llamada telefónica intimidatoria en diciembre de 1934, a través de los dos años largos de terror psicológico previos a su detención en febrero de 1937 y su posterior periplo por cárceles rusas, hasta recalar en Kolymá. Ginzburg fue liberada y rehabilitada tras la muerte de Stalin. Su caída en desgracia, como la de tantos soviéticos, se enmarca en la oleada de arrestos que trajo consigo el asesinato de Kirov, Secretario del Comité Central del Partido Comunista, hecho que serviría como excusa para las purgas de los años treinta.

            Ginzburg pertenecía a la intelligentsia de Kazán. Profesora universitaria, miembro del Partido Comunista y colaboradora de la prensa oficial, estaba casada con Pavel Aksionov, destacado líder del Partido en la provincia de Tartaria (y por cierto, es madre de Vasili Aksionov, autor de la inefable Saga Moscovita). Una hija mimada del régimen, en realidad, hasta el inicio del remolino. Su testimonio, como en otros casos, es un ejemplo de resistencia y superación, pero además nos habla de algunos aspectos puntuales interesantes.

            Uno de ellos es el papel de la lectura en la prisión incomunicada. No se trata de redescubrir la literatura, o a ciertos autores, sino la lectura misma, hallar un nuevo modo de absorber aquello que se lee de una manera primigenia, en una entrega total del alma, sin reservas. Ginzburg habla de la “serenidad espiritual” a la que se llega a través del sufrimiento –que actuaría como purificador-, y que le enseña una nueva forma de leer que jamás, ni antes ni después del confinamiento, pudo practicar: un leer en profundidad, hacia dentro, muy distinto de la lectura extensiva que abre la mente y amplía el conocimiento practicada en libertad.

            Asombrosa, a mi parecer, la pericia adquirida en la elaboración de un código lingüístico para comunicarse con sus compañeras a través de la pared de la celda; por medio de este sistema Ginzburg y su vecina de celda lograron comunicarse a un nivel nada desdeñable durante dos largos años, y establecer unos lazos de confianza y solidaridad extraños entre quienes no se han visto jamás. El método evidentemente no es nada nuevo; se extendió por todas las prisiones del ancho territorio soviético. En este sentido Ginzburg compara al preso en aislamiento con un Robinson Crusoe que va recorriendo en sentido inverso las etapas del desarrollo humano y redescubriendo estadíos anteriores al progreso técnico; de esta forma, las mujeres de la prisión de Yaroslavl cosían con agujas hechas con las espinas del pescado, tejían su propio cabello o escribían versos –actividad totalmente prohibida- a través de un sistema de taquigrafía casero.

            Piedra de toque de la incapacidad para empatizar con situaciones que nos son ajenas (especialmente a los observadores occidentales que no hemos vivido bajo el aura del líder todopoderoso y benefactor) es la contradicción entre la clara y dolorosa conciencia de la injusticia real –la colosal barbaridad que se lleva por delante a capas enteras de la nación y cuya responsabilidad última nadie se atreve a señalar, ni siquiera en su propia casa, como si la deformidad histórica en gestación no fuese sino un error o accidente que tan solo se pudiese lamentar-,  por un lado, y la pervivencia del culto a la personalidad, la veneración a Stalin, por otro. Es el caso de Olga Orlovskaya, vecina de celda de la autora; ejemplo de sentido común y clarividencia, no acepta ninguna conexión entre los hechos y la figura del padrecito. Aunque sabemos que la amenaza, el chantaje y el puro pánico impulsaban muchas de las manifestaciones de apoyo o adoración al líder (escritores que le dedican poemas, dirigentes que le remiten cartas de súplica desesperada) resulta llamativo constatar lo frecuentes que éstas podían llegar a ser. Ginzburg nos dice que la combinación entre el sentido de la realidad y la ceguera más absoluta era perfecta y no suponía aparentemente ninguna fisura en la personalidad de ciertos individuos.

            Tengo que confesar que el estupor que me produce lo anterior tiene un pálido reflejo en el impacto que recibí al leer el epílogo de la obra, en el que su autora, décadas después de su liberación y rehabilitación, aún en el período soviético, declara triunfalmente, con entusiasmo revolucionario, que aquella pesadilla pasó y que en la actualidad (¿años 80?) el pueblo y el partido han vuelto a las "gloriosas verdades leninistas" que los sustentan. ¿Es mi reacción un prejuicio de observadora tardía que se asoma a la Historia después de la perestroika, desde el balcón del complejo de superioridad occidental que siempre ha mirado a los ciudadanos de los países comunistas como infelices títeres del poder? Al fin y al cabo, Ginzburg, como tantos otros, nunca dejó de ser comunista, y sus ideales fueron temporalmente secuestrados y sustituídos por el engendro de la barbarie; una vez liberados y restituídos a su papel inicial, la fe en los mismos permanece intacta (en el capítulo 39 Ginzburg se pregunta, desde el presente en el que escribe, si ella o ellos –sus compañeros de viaje-, dado el caso, votarían por otro sistema diferente al soviético; tal posibilidad queda rechazada de inmediato por un inquebrantable sentimiento de pertenencia a sus orígenes y a un mundo radicalmente transformado por la Revolución y el partido que la había llevado a cabo).

            Todo esto no lo digo con ironía, muchísimo menos con paternalismo. Tan solo me admiro una vez más de la multiplicidad de visiones del mundo y de la Historia que encontramos en cuanto abrimos la puerta, de lo frágiles que son nuestros prejuicios y de la poca confianza que merecen.

            Como Herling-Grudzinski en su relato, Ginzburg hace referencia a la transformación sufrida por algunos presos, a los que la lucha por la vida en el campo convierte en seres diferentes que no parecen guardar ningún parecido, ni siquiera un recuerdo de su personalidad anterior. Habla de jóvenes de buen natural, bienintencionados y amables que se convierten en tiránicos monstruos que controlan la vida interna del campo. La explicación a este cambio se revela aquí de una forma muy simple, en una sola frase: “no podían permitirse el lujo de tenerlos [recuerdos de su vida anterior al arresto]”. Se refiere a gente “espiritualmente muerta”. Desde su punto de vista, esto era frecuente en los campos pero no en las prisiones, y mucho menos en las de aislamiento, donde el ser humano “goza” de un espacio –la soledad- para el ennoblecimiento y la catarsis (en Un mundo aparte, es el hospital el lugar que ofrece este privilegio, aunque acompañado de la humanidad de sus pobladores, menos corriente en las prisiones).

            El fin del periplo de Ginzburg es Kolymá. La secreta necesidad de esperanza que alberga todo corazón humano cristaliza, en su absurda desnudez, en el envenenado anhelo de llegar a esa tierra de promisión donde, según las historias de los presos comunes que la habían conocido antes de las grandes purgas, inagotables reservas de oro, comida, trabajo, salud y oportunidades esperaban al deportado. Kolymá aparece ante los ojos del recién llegado como un paisaje prehistórico capaz de tragarse a esos advenedizos humanos que llegan sin cesar, y sepultarlos, hasta la próxima era, en su silencio mineral. Cuando su convoy es trasladado al campo de Elgen, Ginzburg y sus compañeras no pueden concebir que algo aún más lejano pueda existir, y el terror a estar rozando los límites del mundo las sobrecoge.

            El relato termina sin precisar una fecha o una circunstancia concreta de los largos años transcurridos en el Norte, y la victoria sobre el sufrimiento que presuponemos a la supervivencia de su autora queda simbolizada en el “milagro de los arándanos”, frágiles y amargos frutos escondidos en las cepas de los árboles cuyo néctar la autora liba con fruición en sus clandestinas escapadas de la tala en los bosques helados. Así, los cuerpos deshauciados de los condenados recuperan ese hilillo que mantendrá a los más afortunados milagrosamente unidos a la vida hasta el ulterior deshielo.
Carretera de los Huesos, Kolymá

jueves, 12 de julio de 2012

Un mundo aparte, Gustaw Herling-Grudzinski



Gustaw Herling-Grudzinski, polaco nacido en Kielce en 1919, relata en Un mundo aparte sus experiencias en prisiones y campos soviéticos entre 1940 y 1942. Los temas de la literatura del gulag: el hambre y el frío inhumanos, el escorbuto, los interrogatorios, la arbitraria duplicación de las condenas, la extenuación del trabajo en los bosques, la “manía” de las confesiones, la delación, la necrosis de los sentimientos... Desde Solzhenitsin nos lo han contado; no demasiados, es cierto –aunque físicamente supervivientes ha de haberlos en buen número, no es fácil que sean muchos los que salieran de allí con una pizca siquiera de su humanidad anterior.

Herling-Grudzinski recorre, con cierto desapasionamiento, diversos temas, personajes y anécdotas que dan al relato de su paso por los campos un carácter de experiencia propia, única, por un lado, y de esbozo de lo que es un campo soviético, por otro. Si uno quiere acercarse al universo gulag y quemarse, guardar para siempre las cicatrices grabadas en su sensibilidad y respirar la mejor literatura posible, ha de leer los Relatos de Kolymá de Varlam Shalamov (Mondadori 1998). Nada tan bello y tan terrible sobre el infierno blanco. Sin embargo, el presente libro es fundamental porque, de forma sencilla y responsable, esclarece algunos puntos esenciales para conocer los entresijos del sistema concentracionario soviético y la psicología de presos y carceleros.

Uno de dichos puntos es el de la desintegración de la personalidad del acusado como objetivo primordial del sistema de trabajos forzados, interrogatorios y la vida en el campo en general. Se trata de explotarlo económicamente en primer lugar mediante el trabajo para después eliminarlo, pero no de forma expeditiva y radical sino lentamente, a través de mil y una formas de sadismo y tortura. No es el caso enumerarlas, conocidas son -aunque uno siempre descubre nuevas especialidades de maestro. Sí lo es, sin embargo, describir el sentido y el método de esa desintegración, a la que el autor denomina la “Gran Transformación” del individuo. Se trata de ir “preparándolo” por medio de los métodos aludidos –aplicados con el máximo de crueldad por sujetos amaestrados para ello-, hasta que su personalidad empieza a dar muestras de una incipiente descomposición, y lo que hasta entonces era falso y absurdo para él comienza a aparecer, en su alucinación, como probable. La voluntad se rompe y el individuo queda listo para el golpe definitivo, que H-G describe como una operación de corazón en la que el cirujano cambia el órgano de un lado al otro, a la vez que transplanta y recoloca otros órganos y tejidos, hasta conseguir que un nuevo paciente renazca del anterior, del modo en que en los ritos iniciáticos de las civilizaciones antiguas los neófitos recibían un baño de sangre animal como bautismo purificador. El golpe final ha de ser rápido y certero para impedir el mínimo titubeo que despertaría la conciencia, o lo que queda de ella, del paciente.

El hombre “nuevo” irá quemando en pocos días las últimas oportunidades de atrapar algún hilo de su antigua vida. A esto le ayudarán con encomiable diligencia sus cancerberos y sus compañeros ya metamorfoseados. Es ya un autómata. El último nervio vivo, el más resistente al nuevo cuerpo, nos explica H-G, es el de la piedad por el otro. Se manifiesta, por ejemplo, en el impulso de compartir el pan, en la llamada de auxilio tras el accidente de un compañero o en la angustia ante su dolor físico. Pero este sentimiento también desaparece en semanas. La degradación a un estado de infrahumanidad lo aniquila y en su lugar hace nacer la repulsión por el otro, por su hambre, su hedor, sus heridas, su desesperación. Esto me lleva a recordar las reflexiones de Jean Améry sobre la tortura (Más allá de la culpa y la expiación, Pre-Textos, 2001). Ésta, nos dice Améry, reduce al hombre a su absoluta corporalidad (“Postrado por la violencia, sin esperanza de ayuda y sin posibilidad de defensa, el torturado que aúlla de dolor es solo cuerpo y nada más”.). Si la tortura tiene un carácter instrumental para conseguir determinados fines (confesiones falsas, delaciones) o si es la esencia del regimen concentracionario (lo cual Améry afirma tajantemente del nazismo) es harina de otro costal.

“La vida en el campo es llevadera solo cuando en la mente y en los recuerdos del preso se borran por completo las medidas comparativas respecto a la vida en libertad”, afirma H-G. Esto explica que Eugenia Ginzburg (Eugenia Semyonovna Ginzburg, Journey into the whirlwind, Harvest 1975) sintiese una especie de mazazo y una opresión espantosa en las sienes cuando, en su celda de la prisión de Krasin en Kazan, recibió la noticia de que su marido había sido arrestado. Hasta entonces, en el curso de los meses que llevaba en la cárcel, había casi conseguido desterrar de su mente a sus tres hijos, arrinconados en un lugar seguro de su subconsciente en el que el padre velaba por su seguridad y suplía la carencia de la madre. Al saber que éste ya no estaba con ellos, su antigua vida irrumpió nítida y brutalmente en su embotada memoria, y la clara conciencia de la desprotección y la indefensión de sus criaturas traspasó, destrozando todos los tejidos, el espejismo de amortiguación frente al dolor con que Ginzburg había revestido su persona. La situación presente se tornó insoportable, precisamente porque la realidad exterior había penetrado de repente en la no-realidad de la prisión. Las medidas comparativas de que habla H-G reaparecen. El preso aún no ha sido transformado.

Este mecanismo de autodefensa, explica H-G, hacía que los presos evitaran contar los días, semanas, meses o años de condena que les quedaban por cumplir, ya que, por una especie de pacto tácito, cuanta menos esperanza se manifestaba en recuperar la libertad, más probabilidades había de que esto sucediera. El no contar, no pensar, no saber, constituía una especie de escudo contra la mala suerte, sin el cual el preso recibía la noticia de la nueva condena como un golpe mortal. Parece que en circunstancias absolutamente extremas el ser humano conserva ciertas pautas de comportamiento propias de la vida cotidiana, en libertad. Cuántas veces borramos de un plumazo de nuestra imaginación el primer atisbo de pensamiento sobre algo que nos resulta atractivo, placentero o ilusionante, tratando de evitar, inconscientemente temerosos de romper el hechizo, que el mero pensar en algo malogre su hipotética realización. Nos pasa cuando pensamos en personas que nos resultan atractivas pero para las que aún no somos nadie o en futuros e improbables éxitos académicos o profesionales con los que no nos atrevemos a soñar.

Otro dato que me llama la atención, por la crueldad del cálculo que subyace a él, es la forma de organización de las brigadas de trabajo que debían cumplir con una cuota. En las brigadas de trabajadores que no cumplían toda la cuota (porque muchos de ellos eran viejos, débiles o enfermos) mandaban delante a los jóvenes para que ganaran tiempo con su velocidad, arrastrando a los menos ágiles. De esta forma los rezagados eran expulsados y envíados al Mortuorio (no es necesario explicar la función de este barracón), y las brigadas eran rejuvenecidas por “selección natural”. La solidaridad entre los reclusos desaparecía del todo y era sustituída por una carrera ciega en pos de los porcentajes.

La piedad, la solidaridad... ¿y qué hay del amor a la pareja, por ejemplo, si la había? A este respecto H-G nos habla de la Casa de Visitas (barracón en el que los presos pasaban el período de tiempo que duraba la visita de sus familiares) como único refugio de los sentimientos, el único lugar del campo en el que las relaciones entre hombres y mujeres se basaban en el respeto o en algo parecido a él, al menos en aquello en que se habían basado en libertad. La suciedad, la humillación y el cinismo que campaban por sus respetos en el recinto retrocedían ante las puertas de este extraño templo y de la presencia de las “personas pertenecientes a la franja intermedia”, es decir, los familiares, los que supuestamente gozaban de libertad pero compartían lecho con los “enemigos del pueblo”. Lo que sucedía en la Casa de Visitas adquiría pues el carácter de sagrado (los hijos allí concebidos pasaban a ser “hijos de todos”) y la mera perspectiva de tener, en un futuro más o menos determinado, una cita en dicho lugar, equivalía a tener un objetivo en la vida, algo que esperar, y por lo tanto desempeñaba el papel, en muchos casos, de salvavidas. Bien es cierto que después de la visita llegaba la desilusión, el vacío que deja el anhelo insatisfecho y la insoportable certeza de que albergar un nuevo anhelo es poco menos que impensable. No fueron pocos los suicidios ocurridos después de estas visitas.

Otro lugar sagrado en el campo era el hospital (H-G habla del “culto al hospital” en Rusia), que quedaba al margen del “sistema esclavista soviético” y conservaba un clima de humanidad, garantizando al preso, además de un trato humano y cuidados médicos, esa soledad que le permitía buscar al menos algo de paz en su interior y recuperar una pizca de su individualidad. Ser trasladado al hospital es la meca del recluso, y ser devuelto al exterior, es decir, al trabajo, algo mucho más temible que la muerte.

Otros muchos comportamientos típicos de la vida en libertad se reproducían en la vida del campo, como la extrema dureza con que los ex-convictos trataban a los reclusos (fanatismo del converso), mucho mayor que la que empleaban los carceleros libres, el soborno (sobre todo a la hora de calcular la cuota), el pánico a desaparecer sin que nadie se entere (algo tan frecuente en la inmensidad del gulag), el apego al propio destino, más fuerte cuanto más bajo en el nivel de vida cae el individuo, y la resistencia a cualquier cambio, que, en los más desgraciados, se percibe siempre como “a peor” –algunos explican así que los indigentes no quieran dejar de serlo y por lo tanto que no merece la pena intentar hacer algo por ellos-. También el sufrimiento de experimentar la dicha ante los desdichados (momento de la liberación de H-G) y, por terminar citando una reacción por inexplicable tremendamente humana, la contradicción entre la teoría, el razonamiento (“... el hombre es humano en condiciones humanas y considero que uno de los despropósitos más espantosos de nuestros tiempos es intentar juzgarlo a partir de actos que ha cometido en condiciones inhumanas”) y la praxis, en este caso la negativa de H-G a conceder a quien se la pide con desesperación una palabra, una sola palabra de consuelo para seguir viviendo con un poco de paz (el judío polaco, o más bien polaco judío, con quien había compartido celda en Vitebsk en 1940, quien había traído la noticia de la caída de París, ofrece en 1945 a H-G el relato de su supervivencia en la brigada de construcción de un campo soviético; el relato termina en un agujero negro: un oficial del NKVD le sitúa en la disyuntiva de declarar contra cuatro compañeros de brigada alemanes –lo que supondría la muerte inmediata de los mismos- o abandonar el trabajo de la brigada y volver al bosque, es decir, la propia muerte. El judío eligió, y en 1945, en una Roma liberada, poco antes de embarcar a América, solicita, ruega a H-G esa palabra salvadora: “entiendo”. H-G guardó silencio). ¿No juzgó entonces? ¿No eran inhumanas las condiciones del judío? ¿Es realmente posible no juzgar? Quizá seamos demasiado pequeños para aspirar a tamaña heroicidad. Quizá nos baste con tratar de comprender, de conocer y de no olvidar nunca.

viernes, 15 de junio de 2012

La muerte de Virginia, Leonard Woolf




La entrada de ayer en mi diario solo contiene una frase estúpida: “Leonard Woolf es, definitivamente, mi hombre”. Alguna tarea irrelevante interrumpió la recién iniciada tarea y así quedó esta frase frívola como único comentario sobre un autor que ha supuesto un valioso descubrimiento literario para mí. Al ir a reparar este error, realmente no sé qué decir. Leonard Woolf (La muerte de Virginia) me lo ha dicho todo sobre el amor, sobre el trabajo, sobre el sentido práctico y los ideales, sobre la Historia y la superación de la misma, sobre la civilización y la barbarie, sobre la pasión intelectual y los cantos de sirena.

Leonard Woolf describe, a los 88 años, lo que supuso en su vida la muerte de su esposa, Virginia Woolf, con una hondura y una conciencia tan descarnada de su dolor, tan carente de sentimentalismo, que su andadura posterior, los 28 años que median entre el fallecimiento de Virginia y el suyo propio, se levanta como un monumento a la dignidad del hombre y a su enorme capacidad de ser de forma humana.

Todo esto dejará de ser una retahila de tópicos si se leen estas páginas escritas por este anciano, venerable en el sentido más ciceroniano del término, por un lado, y rabiosamente joven, infinitamente más progresista que gran parte (por no abusar del superlativo) de los políticos e intelectuales de hoy.

Político e intelectual. Y editor. El desempeño de estas sus tres ocupaciones aparece descrito a través de episodios concretos. Como funcionario del Imperio Británico en Ceilán, antes de la Primera Guerra Mundial, desarrolla dos de las facetas de su personalidad que van a marcar sus actividades hasta el fin de sus días: su visión para la organización y la gestión de los negocios, y su faceta de animal político. La primera le llevará a fundar, junto con Virginia, Hogarth Press, la editorial que mimará y cuya inicial naturaleza mantendrá intacta hasta su muerte. La segunda le empujará a desempeñar numerosas y, desde el punto de vista histórico, importantes funciones en el Partido Laborista británico y en la política europea antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial (una de las cuales será su labor para establecer y afianzar la Liga de Naciones en los años de la marea fascista; por favor, lean con detenimiento sus reflexiones al respecto).

Su quehacer editorial al frente de Hogarth Press constituye, en mi opinión, la historia de la realización de un sueño. Los cimientos de este sueño y todos y cada uno de los pasos dados para hacerlo realidad no tienen nada de quimérico ni de prometeico. Están asentados sobre el más sólido de los suelos. Leonard y Virginia Woolf leyeron y escribieron cuanto quisieron, se rodearon de todos aquellos con quienes juzgaron que merecía la pena asociarse y trabajar, trabajaron duro y soportaron los reveses de la Historia (que no fueron pocos en aquella época), comieron, bebieron y mantuvieron largas e interesantes conversaciones. Nunca fueron ajenos al mundo que les rodeaba y siempre cultivaron su individualidad artística, política y personal. Se comprometieron y dejaron constancia pública de sus pensamientos y sus actos. Desde el siglo XXI, desde la crisis, desde la desilusión que me invade al asomarme al mundo, rindo homenaje a esta extraordinaria pareja.

Pero me he ido por las ramas. Quería decir que la andadura editorial de Woolf pasa por dos momentos significativos, que son las dos rupturas con el editor John Lehmann. La última y definitiva confirma el carácter esencial de su resistencia a los cantos de sirena. El bebé nacido en 1917 de la pasión intelectual no habría de sucumbir a los focos en la edad madura. Y así, concluyo (y es una de las razones por las que ayer tontamente escribí “Leonard Woolf es mi hombre”) que, corran los tiempos que corran, solo hace falta un sentido común excepcional, una aguda sensibilidad, una actitud fervorosa hacia el trabajo –no hacia el puesto de trabajo-, una despejada conciencia de la limitación humana y mucha, mucha clemencia (concepto semítico que podríamos asociar a, no sustituir por, la tolerancia) para hacer realidad un sueño que merezca la pena. Solo eso.

Finalmente, hay dos ideas más de Woolf que han quedado, aunque desdibujadas, adheridas a las resbaladizas paredes de mi memoria. La primera, al igual que la segunda, no es nada original. Al leer esta verdad evidente reconocí al instante algo que siempre había sabido. Del mismo modo sé que a muchos les ocurrirá lo mismo, y que no pocos exclamarán desdeñosos “¡pues vaya, ahora nos van a descubrir la pólvora!”. Quizá entre estos estos últimos algunos cargarán aún con más desdén la acusación de idealistas, dirigida a aquellos que abrimos la boca con admiración ante la sencillez y la verdad de tal pensamiento referente a los hombres prácticos y los idealistas. Léase, que, desde el comienzo de la Historia, -y parafraseo a Woolf-, han sido los hombres prácticos y no los idealistas quienes, con sus políticas, han producido la interminable serie de desastres y el catálogo de miserias que llamamos Historia de la Humanidad. Esta idea aparece sembrada con ejemplos de los más funestos actores que interpretaron las distintas farsas históricas del siglo XX, pero podríamos extender estos ejemplos a otros del ámbito profesional y personal de cada uno de nosotros. Este es mi sentir al menos. Por ello no me resisto a unirme en esta reivindicación del idealismo al hombre que –lean sus memorias- no perdió pie ni siquiera en los momentos en que cualquier hombre práctico lo habría probablemente perdido: al ver su casa destrozada por las bombas nazis, al reconocer a su compañera de toda una vida sepultada en el lecho del Ouse tras una crisis de locura o al contemplar el desmoronamiento de la civilización europea en derredor.

Me da cierto pudor apropiarme de la segunda idea. Baste con rebajar los términos de un brillante intelectual de raíz victoriana a los de alguien meramente curioso. Trataré de explicarla. En su apasionada declaración de amor a la civilización y de guerra a la barbarie, Woolf recuerda los principios judíos inculcados por su padre: justicia, clemencia y piedad. Los años y la educación suman a los dos primeros (el tercero se perdió por el camino) los de la libertad y la belleza, de cuño griego. Así, ética y estética se funden en el amor a la civilización, y los procesos históricos que dignifican al ser humano se convierten en arte, y por lo tanto suscitan la más pura emoción en el individuo.

No he hecho más que reproducir algunos de los retazos del pensamiento de un gran ensayista. ¿Para qué?, me pregunto. No lo sé, quizá no sea más que un ejercicio; en cualquier caso, me ayuda a atrapar esas semillas que resbalan y se perderían en los desagües de la memoria si no lo hiciera. Como recomendación, leer a Leonard Woolf, y las austeras palabras que Virginia le dirige en una breve nota antes de suicidarse.


jueves, 14 de junio de 2012

Calle Katalin

¿Qué me ha gustado –“gustar” es una tonta forma de designar el reconocimiento, la identificación con un libro o su acogida- de Calle Katalin? Me decidí a leerlo por tres razones que, si me atuviera al peso que tuvieron en la elección, no sabría ordenar: su autora es (era) húngara, me lo recomendó un amigo del que me fío y los acontecimientos que relata transcurren en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Si pretendiera parecer racional diría que la segunda pesó más, pero no lo diré. Así es que fui a la biblioteca y lo tomé prestado, por supuesto absolutamente bien pre-dispuesta. Y entonces me encontré con esos personajes extravíados que saltan de la infancia a la vejez –prematura- sin darse cuenta, despedidos hacia lo desconocido por el impacto de la Historia y engullidos por su vertiginoso devenir.

Bálint, el único chico, qué casualidad, me resulta tan atractivo como ese otro infortunado Bálint de Los días contados de Miklos Banffy. El chico que lleva desde su nacimiento el germen del éxito. Lo tiene todo a su favor y su futuro se presenta radiante. Un golpe del destino resquebraja su uniforme y emerge alguien indefenso, sensible, inestable, frío y despiadado con sus antiguos deudos. Avanza entonces de forma autómata, sin mirar dónde pisa, a tumba abierta. Este personaje atrae a todos los demás personajes de la novela y también al lector.

Irén, aburre en su perfección y provoca una enorme piedad porque esa perfección no le sirve para nada, no comprende nada. Atraída por Bálint como por un imán, va pisando como él a quienes rozan a su paso la trayectoria de esa atracción. El comportamiento impecable no es incompatible con la envidia y la traición. Todo es igual de humano. Uno siente pena por Irén, tanta diligencia estéril...
Blanka es un personaje mucho más inasible para mí; se difumina en medio de una sucesión de muecas, gritos, cambios de humor, entradas y salidas. Tengo la sensación de que su figura, más que portar un identidad propia, sirve a un guión que la necesita. Por cierto, ¿cuál es esa isla en la que se confina, translúcida en esa existencia de figura de porcelana? Desde la primera página hasta la última, Blanka no me parece real.

Y Henriett. La niña muerta que visita a los vivos para chocar con su mirada esquiva. La refugiada (¿judía?). Por un lado, cumple el papel de detonante, una especie de Francisco Fernando de la ocupación de Budapest. Por otro, revienta los diques que contienen la vida en Calle Katalin y desata los sentimientos antes ocultos y desconocidos: la culpa (Irén), la ternura y la locura (Bálint).

Karski

Historia de un Estado clandestino, de Jan Karski. Relato autobiográfico de las experiencias de un miembro de la Resistencia polaca durante la ocupación alemana. Impactante. Al parecer, Polonia constituye un ejemplo único de ausencia de colaboración significativa con el pueblo invasor, hasta el punto de que los nazis tuvieron que renunciar a su inicial idea de instalar un gobierno títere, como habían hecho en otros países invadidos. Tuvieron que administrar Polonia directamente; prácticamente ningún polaco ocupó un cargo mínimamente importante en la administración, ni siquiera local. Además, la actitud del pueblo polaco puede calificarse de heróica. El orgullo, la resistencia y el patriotismo que mostró parecen no tener parangón en la historia del siglo XX.

Me ha llamado la atención, en la lectura del capítulo dedicado a los agentes de enlace de la Resistencia, la descripción del papel de las mujeres, mucho más trágico, si cabe, que el de los hombres, dentro de la situación general de miseria y terror. Al leer sobre esas mujeres, de cualquier edad y condición, que transmitían mensajes, visitaban en la clandestinidad a miembros de la organización ferozmente buscados por la Gestapo, repartían octavillas y distribuían la prensa clandestina, o la editaban directamente en prensas escondidas en los lugares más insospechados, esas mujeres que malvivían sin apenas comer y sin combustible para calentarse, y que a menudo tenían familiares a los que no podían desatender o perder de vista tan facilmente como lo hacían los hombres, y que, sin embargo, según el testimonio de Karski, llevaban a cabo su labor –peligrosa en una medida en que hoy, en mi mundo, no podemos ni imaginar- con una discreción y un sentido común que normalmente –y sigo parafraseando a Karski- superaba a los de estos, y con una retribución y un reconocimiento mucho menores, cuando leo sobre esas mujeres, digo, no puedo dejar de recordar, por contraste, al numeroso colectivo de mujeres que puebla La colmena, de Cela, novela que estoy trabajando con mis alumnos.

¿Reside únicamente en el punto de vista –el activo y heróico defensor de la libertad del pueblo polaco, por un lado, y el cáustico e ideológicamente ambiguo observador de la triste posguerra española, por otro- esta enorme, abismal diferencia entre el estatus moral del colectivo femenino en uno y otro contexto? Que conste que admiro sin reservas la obra de Cela, su maestría narrativa, su retrato impresionista de ese Madrid al que Sabina sabría atribuir los más certeros adjetivos, y que soy sensible a la innegable ternura que destilan no pocas líneas de esta tremenda novela. Sin embargo, aunque resulte pueril, no puedo dejar de preguntarme por qué las españolas, en una situación si bien en absoluto semejante a la polaca en cuanto a riesgo y amenaza constante, quizá sí en lo miserable tanto de las condiciones de vida como de los presupuestos éticos imperantes, se agarraban, como única tabla de salvación, a la denigrante prostitución y al humillante queridismo? ¿Por qué Cela no concede a las mujeres ni la más remota posibilidad de aspirar a una salida mínimamente digna de su marasmo vital? Sé que el mero planteamiento de la cuestión es simplista. Sé que de alguna manera estoy comparando lo que no ha de ser comparado: la narración de unos hechos históricos con el retrato impresionista de caracteres ficticios. No obstante, la pregunta viene a mí. ¿Existía en la Polonia de 1940 un poso o una tradición –cultural, moral o lo que fuere- que impulsaba a las personas a comportarse de manera digna y valerosa, poso o tradición que no existía en nuestro país o que había sido borrado por completo durante la Guerra Civil? ¿Estaban las polacas más emancipadas con respecto al hombre que las infelices españolas de posguerra? ¿Qué es, además de una perspectiva individual, lo que distancia tan brutalmente a Zofia Kossak, inspiradora intelectual de la Resistencia polaca, de Purita, Laurita, Victorita o incluso la menos devastada Nati Robles?

Yosik El del Mercado Viejo de Vilna, Joseph Buloff.

Principios del siglo XX en Vilna, los pogromos zaristas en su apogeo. Las vísperas de la revolución. Ese antisemitismo ruso tan ruso, de las clases altas, más histórico que racial. Los pogromos se ven venir, se “huelen”, como cuando se avecina una tormenta y se palpa en el aire. Los judíos se refugian en sus casas esperando la catástrofe. Y ésta sucede siempre de la misma manera: los caballos, los látigos, el fuego, las violaciones, el destrozo de puestos y tiendas, los cosacos borrachos... y el posterior silencio, prolongado, frío, hasta que las encogidas figuras negras, pequeñas y asustadas, empiezan a asomar sus cabezas a través de ventanas y puertas para constatar que la marea ha retrocedido y pueden salir de sus guaridas poco a poco. A sus tiendas, a sus barracas, a recoger los despojos, limpiar la sangre, recuperar lo recuperable. Y vuelta a empezar.

Yosik lo cuenta con inocencia de niño e ironía de viejo sabio –esto es posible. Ningún ingrediente falta en el relato del hijo de Barve –ni siquiera el padre que se hace millonario en América, vuelve, lo gasta todo y termina por descender de nuevo al submundo del mercado-. Josef Bulow era ante todo actor, y el tan característico histrionismo yiddish marca el comportamiento de su protagonista. De ahí las pinceladas surrealistas del relato. ¿Cómo se imagina uno que podía presenciar e interpretar los pogromos zaristas, los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial, la invasión alemana y la Revolución, un niño judío ruso, canijo y superdotado? Exactamente como lo hace Yosik. Con sagaz ironía nos cuenta cómo los siempre apaleados judíos rusos, especialmente los pobres, reciben con júbilo a los alemanes por ser una raza “higiénica y atlética” que jamás incurriría en desmanes propios de un pueblo subdesarrollado como el ruso, es decir, en el racismo. Ese jamás pronto se revelaría un sarcasmo cruel, pero esa es otra historia que un Yosik adulto no nos contó.

No encuentro la palabra que exprese lo que siento tras esta lectura. ¿Serendipity? Es lo que busco, lo que quiero saber, lo que quiero que me cuenten. La Historia narrada desde abajo, desde la mínima estatura y la imaginación desbordante. La ironía y el humor como bálsamos ancestrales.

Busqué información sobre Buloff. Solo publicó una obra, ésta. Su actividad como actor, en el Imperio Ruso, la URSS y EEUU se prolongó durante más de 70 años. Los mismos que compartió con su mujer, la también actriz judía lituano – polaca Luba Kadison. Me topé con una entrevista realizada por una periodista inglesa, Chloe Veltman, en la que Luba hablaba de Buloff y del teatro, la pasión que compartieron durante décadas (ella llegó a los 100 años). Al leerla me dije: Dios mío, ahí está la inteligencia, la fortuna, ahí está aquello a lo que todo hombre debe aspirar.