¿Qué me ha gustado –“gustar” es una tonta forma de designar el reconocimiento, la identificación con un libro o su acogida- de Calle Katalin? Me decidí a leerlo por tres razones que, si me atuviera al peso que tuvieron en la elección, no sabría ordenar: su autora es (era) húngara, me lo recomendó un amigo del que me fío y los acontecimientos que relata transcurren en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Si pretendiera parecer racional diría que la segunda pesó más, pero no lo diré. Así es que fui a la biblioteca y lo tomé prestado, por supuesto absolutamente bien pre-dispuesta. Y entonces me encontré con esos personajes extravíados que saltan de la infancia a la vejez –prematura- sin darse cuenta, despedidos hacia lo desconocido por el impacto de la Historia y engullidos por su vertiginoso devenir.
Bálint, el único chico, qué casualidad, me resulta tan atractivo como ese otro infortunado Bálint de Los días contados de Miklos Banffy. El chico que lleva desde su nacimiento el germen del éxito. Lo tiene todo a su favor y su futuro se presenta radiante. Un golpe del destino resquebraja su uniforme y emerge alguien indefenso, sensible, inestable, frío y despiadado con sus antiguos deudos. Avanza entonces de forma autómata, sin mirar dónde pisa, a tumba abierta. Este personaje atrae a todos los demás personajes de la novela y también al lector.
Irén, aburre en su perfección y provoca una enorme piedad porque esa perfección no le sirve para nada, no comprende nada. Atraída por Bálint como por un imán, va pisando como él a quienes rozan a su paso la trayectoria de esa atracción. El comportamiento impecable no es incompatible con la envidia y la traición. Todo es igual de humano. Uno siente pena por Irén, tanta diligencia estéril...
Blanka es un personaje mucho más inasible para mí; se difumina en medio de una sucesión de muecas, gritos, cambios de humor, entradas y salidas. Tengo la sensación de que su figura, más que portar un identidad propia, sirve a un guión que la necesita. Por cierto, ¿cuál es esa isla en la que se confina, translúcida en esa existencia de figura de porcelana? Desde la primera página hasta la última, Blanka no me parece real.
Y Henriett. La niña muerta que visita a los vivos para chocar con su mirada esquiva. La refugiada (¿judía?). Por un lado, cumple el papel de detonante, una especie de Francisco Fernando de la ocupación de Budapest. Por otro, revienta los diques que contienen la vida en Calle Katalin y desata los sentimientos antes ocultos y desconocidos: la culpa (Irén), la ternura y la locura (Bálint).
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