Moyshe
Kulbak, poeta, novelista y dramaturgo en lengua yiddish, fue ejecutado por
Stalin en 1937. Poco antes había publicado su obra maestra, Zelmenyaner, aquí editada como Los zelmenianos.
Se trata de
un fresco tierno, divertido y lleno de melancolía de un mundo perdido -ya
perdido para 1931, años antes del Holocausto-, un microcosmos representado en un
patio de la ciudad bielorrusa de Minsk. El patio de Reb Zélmele (quien lo fundó
allá por el año 1860) se repetía, intuimos, en cualquier ciudad o pueblo de la
Rusia judía alcanzada por el ciclón de la Revolución y el vuelco que esta supuso en
las vidas y la visión del mundo de estos cientos de miles de pobres y atareados
judíos supersticiosos, dedicados a mil y un oficios artesanos y anclados a
costumbres y tradiciones tan ancestrales como absurdas, al igual que sus viejos
cacharros.
De todo hay
en el patio de los zelmenianos: los que adoptan la nueva fe soviética a pies
juntillas, y junto con la barba arrojan lejos de sí cuanto constituyó el mundo
de sus padres, y aquellos que, aturdidos e incrédulos, demonizan la
electricidad y el trabajo en cadena de las fábricas; los “bribones”
konsomolianos, como Bere e incluso el tío Folie, y los zelmenianos puros,
digamos. Encontramos en el patio relojeros, carpinteros, sastres, jóvenes
intelectuales y liberadas, idealistas estudiantes de filosofía, matronas
orgullosas de su linaje rabínico, matrimonios mixtos, ingeniosos inventores que
hacen retumbar las cochambrosas paredes con las ondas de Berlín, Varsovia y
Moscú, nevadas infinitas, rencillas sempiternas, intentos de suicidio que
culminan en suicidio, recipientes para kosherizar alimentos, abuelas que se
olvidan de morir, devotos ancianos judíos que se emborrachan a escondidas,
mermelada para curar los males y patatas para existir.
La
ingenuidad del relato nos hace sonreír, las reflexiones profundas y filosóficas
se vierten en frases cortas y sencillas, siempre desde el punto de vista de los
personajes. Kulbak, que está fuera y lo adivinamos dentro, narra como un
zelmeniano más, y la honda ironía y el cariño de un huérfano por sus seres
queridos desaparecidos nos elevan a un mundo de cuento, poblado por seres que
levitan, como en los cuadros de Chagall.
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